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El archivo fotográfico de Suso Monrabal

Dos imágenes fusionadas de las caras de levante y poniente del Castillo de Bairén con cien años de diferencia. archivo borja-monrabal

Ya sabemos que nuestro mundo se organiza en dicotomías. No podemos entender la luz sin la sombra, el silencio sin el ruido, lo bueno sin lo malo? y también lo público sin lo privado. Hablamos de la dualidad público-privado, de lo que atañe al poder y de lo que es propio del ciudadano. Ambas interaccionan entre sí, son complementarias.

El ciudadano: lo privado resuelve sus problemas del día a día con su trabajo, se asocia con otros para conseguir sus fines y defenderse de las posibles arbitrariedades del gobernante (lo que se ha dado en llamar Sociedad Civil) goza de un sistema de libertades que, gracias al sistema democrático, le ha permitido una mejora general de sus condiciones de vida.

El poder: lo público, controla los comportamientos de sus gobernados, marca leyes y normas, vigila, castiga y reviste de verdad sus, a menudo, monótonos discursos. Pero también organiza el espacio público, garantiza la vida en común de forma ordenada, crea servicios públicos y asiste, con mayor o menor eficacia, a los más necesitados. A ello se dedica, con escasa transparencia todo sea dicho, una parte de los dineros de los contribuyentes. Y en ese juego, entre público y privado, pasa la vida de las gentes.

Centrándonos, ahora, en la cuestión de los archivos que nos ocupa, diremos que la actividad de coleccionar documentos, configurar archivos, es preservar la memoria y, por tanto, es una acción loable. Conocer el aroma del pasado, conocer los hechos tal y como se documentaron en su momento, los rostros, las actitudes y los lugares de nuestros antepasados constituyen un rasgo esencial de la especie humana. Esa loable finalidad, en nuestra ciudad, también tiene dos vertientes: pública y privada.

En lo que atañe a lo público es de justicia el reconocimiento social al poder local de nuestra ciudad, por su excelente Archivo Histórico. Son muchos ya los años de orden y sistematización de documentos e imágenes que lleva la Biblioteca y el Archivo Municipal de Gandia. Es justa su consideración como un servicio cultural ejemplar en ese ámbito de lo público.

En estos días aciagos la tecnología nos ha permitido pasear o bailar en el Museo del Prado, recorrer monumentos lejanos, conectarnos por videoconferencia con grandes personalidades y disponer de archivos enteros de altísima calidad, como el de la Fundación Juan March.

Quizás pronto podamos entrar al archivo magníficamente informatizado de nuestra ciudad y, apretando sólo un botón, acceder, sin necesidad de más control, esa palabra tan querida por el poder en cualquiera de sus formas, en el apasionante mundo de documentos acumulados a lo largo del tiempo que atañen a la ciudad.

Pero también en la esfera privada se guarda la memoria. Precisamente en la Biblioteca Municipal asistí, cuando aún era posible, a una conferencia de Suso Monrabal sobre la playa de Gandia. La charla era todo un monumento dedicado a la ciudad. Por las imágenes de Suso desfilaron una infinidad de actores que no eran sino las gentes de Gandia: los padres, tíos, hermanos, amigos, de nosotros, los allí presentes, que contemplábamos boquiabiertos lo que fuimos: una parte de nosotros mismos. Con ello se daba una dimensión humana alternativa -y complementaria- a la fría relación con la institución del archivo documental.

Y es que la virtud cívica siempre es la más próxima a la persona, al ser fruto de la voluntad y del sentimiento de pertenencia a una comunidad en la que todos nos reconocemos. Suso, junto a José Miguel Borja, llevan años recopilando las imágenes del quehacer diario, de las fiestas y la vida de las gentes, hoy desvanecidas, en los lugares que siguen permaneciendo.

Pero con sus imágenes nos llevan al redescubrimiento de lugares o construcciones hoy desaparecidas o mutiladas por el tiempo que nos son tremendamente útiles para restaurar (palabra de excelencia) el patrimonio de todos.

Sin ir más lejos sus fotografías de las ruinas de Bairén nos sirven de ayuda para no mentir en la cuidada actuación que llevamos a cabo en ese paraíso. Porque sí, Bairén es un gran jardín con unas ruinas de más de novecientos años hechas de piedra, tierra y cal, sin olvidarnos del humilde ladrillo, que bien merece la pena recorrer.

No lo duden, pese a que expertos prestigiosos y políticos ansiosos de vender «el producto», llenen su cabeza de datos e interpretaciones cuyo interés no pongo en duda, les recomiendo la visita sin pensar en palacios soñados ni hallazgos extraordinarios. Humildemente les recomendaría que vieran las bellísimas mariposas, las pequeñas e inofensivas culebras, el color de las flores y los verdes de sus arbustos, las vistas al mar, a la montaña, al humedal, mientras se impregnan del olor de la salvia y el romero, y que simplemente veneren las ruinas por ser el origen de todo lo que somos y porque, como dice el poeta, «si perdemos nuestras ruinas nada nos quedará».

Y mientras, agradezcamos al archivero de la memoria y de lo nuestro su labor paciente y constante, tanto como su amor a la ciudad, que nos permite reencontrarnos a nosotros mismos en las imágenes de nuestros antepasados.

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