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el último verano

El cine Palacio de los Deportes en el año 2004.

p ara mí, el inició del año no empezaba comiendo uvas ni escuchando las notas de la familia Strauss en la Musikverein de Viena, sino viendo Lo que viento se llevó a través de aquella televisión de caja Panasonic Quintrix del 78 que ya formaba más parte de la familia que el propio mobiliario cedido en herencia. Todos los primeros de enero, con puntualidad británica, mi abuela ponía aquel filme para evocar, tal vez, aquellos sueños que cuando uno es joven se ven alcanzables pero solo la vejez muestra que sueños fueron, como ya sentenció Calderón.

Mi abuela tuvo una vida de película, tal vez por ello fue la primera cinéfila a la que conocí. Se le erizaba el vello cada vez que escuchaba esa magistral banda sonora de Max Steiner y el atardecer de la tierra roja de Tara, rosáceo, como niquelado de plomo, al fondo. Tal vez pensaba que la Tara de Escarlata O'Hara y su Marxuquera no eran tan diferentes, solo que una quedó inmortalizada a través de la gran pantalla y la otra, simplemente, fue inmortalizada por ella misma en el momento en que la habitó. Cuando quedó viuda de mi abuelo decidió, por voluntad propia, confinarse en la casa familiar y así permaneció durante veinticinco años. El cine, hasta mi nacimiento, fue su compañero, su confidente, ese confesor al que uno se entrega porque sabe que guardará con recelo sus más introspectivos secretos. Ahora que ha muerto Olivia de Havilland, la última superviviente de esa gran película, es cuando vuelven, como fantasmas benignos, aquellos recuerdos a mi mente.

Parece ser que el mundo que me vio nacer poco a poco muere, y no hay mayor ficción en la vida misma que ese cine que no hace otra cosa que reflejar todo aquello que nosotros hacemos. Los veranos, en mi familia, eran tiempos no de sol y de mar, sino de cine al aire libre. Únicamente bastaba una pared grande y llana para colocar allí una sábana del ajuar de mi madre y ver proyectadas las grandes obras de la Metro Goldwyn Mayer. Todas ellas llevaban impresa la inicial de la doble «LL» que había bordada en el tela. Tal vez por ello considero ese cine tan mío. Era nada más terminar esas proyecciones cuando, sin pretender buscarlo, la conversación adulta se dilataba hacia aquellos cines de verano que, como esqueletos testimonio de una vida antaña, poco a poca caían en el olvido hasta convertirse en pura ruina pasto de la especulación urbanística. Era, quizá, el cine Palacio de los Deportes el que más impreso quedó en mi memoria. La mejor amiga de mi madre vivía enfrente y, desde su privilegiado balcón, podía ver perfectamente aquel cementerio vacío. A pesar de mi juventud, ya podía intuir que ahí, en el pasado, había ocurrido algo grande porque, qué es el cine sino la mayor fábrica de fantasía.

Los cines de verano eran, simplemente, un modo de vivir. Como todo en esta vida también tenían su liturgia, y ésta estaba tan adherida a ellos que no hubieran sido los mismos sin esa complicidad que rodeaba dichos lugares. El cine de verano significaba aquel primer beso de la adolescencia, aquel primer viaje en moto o aquel primer enamoramiento platónico que, aunque pudo durar dos horas, siempre recordarás y te preguntaras ¿qué fue de??.

El cine de verano eran los bocadillos de tortilla y las conversaciones banales mientras una pantalla nos mostraba que no únicamente en Egipto quedaron las diosas, sino que había mujeres a las que llamaban estrellas de Hollywood y que eran lo más bello que habías visto hasta el momento. El cine de verano era, en conclusión, un sueño que se tenía con los ojos abiertos y no te abandonaba al despertar.

Todo en esta existencia evoluciona y ahora quedan pocos cines de verano. Es el momento de las plataformas Netflix, Filmin, Hbo, etc. Hay buenas películas, cierto, pero en el cine de verano no era la película lo que primaba; sino el ambiente, la atmósfera, la magia de aquellos lugares.

Cuando me enteré de la muerte de Ennio Morricone me acordé, inevitablemente, de Cinema Paradiso. Creo que tiene uno de los instantes más bellos del cine europeo y es el momento en el que une todas esas escenas censuradas donde había besos y se monta un filme. Ese cortometraje no es otra cosa que el preludio de todo lo que escondieron los cines de verano de los que ahora sólo tenemos recuerdos. Pocos recordaréis las películas, pero seguramente sí que inmortalizaréis lo que allí vivisteis.

Ahora ya no nos queda en Gandia ni el cine Palacio de los Deportes, ni Terrazas Cristina, ni el Bulevar, ni el Alameda, ni aquella televisión de caja Panasonic Quintrix del 78 que parecía más eterna que mi propia casa. Por no quedar, ya no nos queda ni Olivia de Havilland; la hoja perenne de aquella gloriosa época.

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