Dicen que estamos innegablemente unidos a uno de los cuatro elementos. El mío, sin lugar a dudas, es el agua. De forma trágica estoy unido a ella. Y cuando algo nos une en la desgracia nuestra misma personalidad se pule para convertir lo nocivo en una virtud. Y eso me ocurre con el agua, que la tengo tan arraigada en mi carácter que no imagino un día de verano sin unirme a ella en esa especie de sacrílego matrimonio que sólo aquellos enlazados de igual manera a ella entenderán. Cuando digo que me une la desgracia al agua es porque nací poco después de la riada que asoló gran parte de Beniopa; donde se encuentra la casa familiar. Todo quedó anegado en agua. Los muebles, las fotos, aquel trofeo de cuando mi padre quedó subcampeón de Europa de Tiro al Plato y los recuerdos, sobre todo los recuerdos. Sólo el agua sabrá todas las vivencias que guardaban aquellas paredes y que como pátina lavó de sus entrañas. Por esta razón, desde el momento en el que salí del vientre materno -agua pura- supe que ese sería mi elemento.

Tal vez sea ella la que me une a Gandia. Mi carácter, siempre errante y trotamundos, nunca hubiera concebido una vida sedentaria en esta ciudad si no hubiera sido por el agua. De pequeño, me unía al puerto el restaurante les Foies y la casa de solaz -actualmente desaparecida- que alquilaba mi familia cerca de la Alquería de Gall. Como un embrujo, el agua causaba en mí una atracción fascinante y ello hacia que todos los días -nada más el sol nos concedía esa licencia que sólo a partir de las 20h se permite otorgar- íbamos al puerto. Si toda aquella construcción ya me fascinaba a primera vista, todavía lo hacían más las explicaciones de un tío mío que, afincado en Alcoi, me narraba visualmente cómo antaño, un rosario de chalés de la más nutrida sociedad industrial alcoyana, se situaba justo delante de los tinglados; actual avenida de la Paz.

El puerto de Gandia es testimonio mudo de la historia de esta ciudad. Es un lugar emblemático para comprender las vicisitudes por las cuales ha pasado este núcleo de población desde aquellos pasados ataques berberiscos hasta los no tan lejanos bombardeos aéreos que los aviones Savoia-Marchetti dejaron en el Grau una estela de ahondada aridez humana. Pienso continuamente en ello cuando veo ese reloj. Los relojes, por su condición de cotidianeidad, pasan totalmente desapercibidos en nuestra existencia, pero su importancia es notoria en todos los aspectos. Ellos marcan el compás al que se mueve nuestra vida y cortan, tejen y cosen cada uno de los acontecimientos que se suceden ante nosotros. Sin ellos, el valor del tiempo estaría infravalorado y hablar de edades o épocas sería absolutamente baladí. Ese reloj, como carcoma, poco a poco ha roído el tiempo de un lugar arraigado a la mar que ha visto sucederse ante él generaciones de barcas de las cuales actualmente sólo queda el recuerdo.

Los puertos, imagino, tienen ese misticismo único que nos hace acercarnos a ellos. Grandes o pequeños, la vida siempre se ha forjado en torno a ellos. Si hacemos un repaso a la historia de la humanidad, todas las grandes civilizaciones embrionaron al tocar de ellos. Eran los filtros que comunicaban unos territorios con otros y traían consigo mitos, leyendas y culturas. De igual manera ocurriría aquí durante aquella época musulmana en la cual, según el imaginario popular, la antigua Candia se hundió un Viernes Santo y se unió al agua que hoy nutre la marjal. Pienso también en todo aquello que el agua esconde y el silencio que un puerto atestigua como cómplice. La mar nunca ha sido benévola a pesar de su belleza, y a sus entrañas, de forma indigna, se ha llevado vidas sin causa ni razón. Este es un elemento que en Lisboa tienen completamente asumido, hasta tal punto que el idioma portugués tiene en su léxico una palabra de difícil interpretación que es la «saudade». Lo que viene a decirnos es ese sentimiento afectivo primario, próximo a la melancolía, estimulado por la distancia espacial o temporal a alguien amado y que implica el deseo de subsanar esa distancia. Los portugueses, hijos natos del Atlántico, conocen de puertos, de pérdidas y del poder arrebatador del agua. El año pasado tuve la oportunidad de recorrer el barrio lisboeta de Aljama donde, por la noche, como candiles, cartesianamente repartidos, las voces locales interpretaban los llamados fados donde el tema más recurrente es la saudade. Era curioso todo aquello, como una procesión pero sin saeta, únicamente el tañido a la muerte que el agua provocó a los antepasados de aquellas voces que cantaban. Eran voces femeninas, mayormente, Penélopes contemporáneas que tejían y destejían sudarios de música a la espera de aquellos Ulises que jamás volvieron a sus Ítacas. Manuel de Melo describió la saudade como aquel bien que se padece y mal que se disfruta y Dulce Pontes interpretó aquella Canção do Mar donde nos cantó: más allá del mar cruel fui a robar una luz inigualable y era la de tu mirada.

Y así es como defino yo el agua cada día que voy al puerto y no puedo evitar quedar fascinado por ella, como una luz inigualable teñida de escala de azules. Hay días, incluso, que siento el poder arrebatador de lanzarme a ella y dejarme llevar. Me parece sublime su poder y de una belleza que llega al paroxismo su forma. Creo que todos, aunque seamos tierra, estamos innegablemente unidos al agua. Gran parte de nuestro cuerpo es agua, todos los ritos de iniciación religiosa llevan agua y este planeta en el que vivimos, injustamente llamado Tierra, debería de llamarse Agua. Como le dije al lector al principio de estas líneas, mi carácter es errante y trotamundos. No sé dónde me llevará el destino pero sí que sé que siempre intentaré buscar el mar. Si ello fuera imposible, siempre podré parafrasear a Hemingway cambiando París por el mar y diciendo aquello de «no importa dónde te lleve la vida después si has tenido ocasión de vivir cerca del mar cuando has sido joven».