El día que mi abuela, viuda de republicano, tomó preventivamente la salita de estar y anunció con diez horas de antelación que no se le molestase hasta nueva orden porque se disponía ver en la tele la boda de la infanta Elena empecé a creer en la consolidación de la democracia española. Una impresión estimulante pero demasiado optimista. No lo sabíamos entonces, pero el apogeo de la monarquía constitucional, que tanto debía al felipismo y tan bien representaban los altísimos índices de audiencia de ese fastuoso enlace, ocultaba el comienzo si no de su decadencia de su inestabilidad.

Una excelente guía para informarse de los orígenes de la crisis de la monarquía española y de los malos pasos dados por Juan Carlos I desde su proclamación es el libro La soledad del Rey, de José García Abad, que ya en 2006 exploraba en profundidad la trayectoria del monarca y situaba en 1993 los primeros síntomas del deterioro de la Corona. Aunque los negocios privados del rey no fueran un secreto ni para los gobiernos socialistas ni del PP, que le dejaron hacer y nunca regularon esas actividades del Jefe del Estado, actuaron de ese modo porque sabían que la prensa no cumpliría con sus deberes informativos, como señaló García Abad en alusión al «pacto de silencio» sellado con la Corona, de espaldas a la sociedad, por todos los medios de comunicación españoles. Y añadía el periodista madrileño, con palabras que parecen escritas hoy: «Si la prensa hubiera informado puntualmente, como es su obligación, de los malos pasos del Monarca y del Príncipe, algunos asuntos, ciertas aventuras empresariales y unas cuantas imprudencias no habrían adquirido tamaña dimensión. El silencio de la prensa ha podido generar en el entorno real una sensación de impunidad propiciadora del descuido». Pero también advertía García Abad de que «la experiencia demuestra que la extensión de una imagen en forma de mancha de aceite, desde los cenáculos minoritarios, el círculo de los enterados, hasta el público en general, solo es cuestión de tiempo». Y en esas estamos, con el retraso habitual, después de habernos pasado las lecciones de la experiencia y la prevención de riesgos institucionales por el arco del triunfo.

No recibirá García Abad un título honorífico, ni la gratitud de las momias de la vieja política o un homenaje de la vieja prensa española por contar la verdad, pero su libro sirve hoy para abrir los ojos a ciertas situaciones suprimidas del debate público que solo se explican desde un funcionamiento irregular de la democracia española y un desprecio olímpico hacia los derechos de los ciudadanos.

Culpar a Pedro Sánchez de problemas que ha heredado y que desde la Transición agravaron con su silencio quienes hoy le acusan de querer «destruir la monarquía», o cargar contra Pablo Iglesias o el republicanismo por no plegarse a una omertà tercermundista y beata en torno a la Corona solo demuestran que la nuestra ha sido una democracia demediada. Quienes se han apropiado del relato de la Transición amnésica y del constitucionalismo selectivo como si la Constitución y la historia fueran suyas, ni siquiera mencionan hoy en sus homilías monárquicas que el New York Times atribuía hace ocho años a Juan Carlos I una fortuna personal de 2000 millones de euros, dato que, naturalmente, no obtuvo en España la más mínima repercusión. Ahora intentan, además, apropiarse de la figura de Felipe VI, para el que reclaman adhesiones inquebrantables, como en el franquismo, añaden a la censura el señalamiento de desafectos y denuncian conspiraciones contra la Corona como denunciaban contubernios judeo-masónicos.

Aunque, ante los malos tiempos que se avecinan, todo el mundo sabe que no podemos permitirnos un debate nacional sobre la monarquía, lo cierto es que sus hiperactivos bufones no se lo ponen nada fácil ni a los demócratas ni al rey actual. Hasta mi ecléctica abuela se preguntaría con impaciencia juancarlista por qué no se callan.