A la mañana siguiente poco antes de las 12 del mediodía, llegó mi primo Evarist al que no veía desde hacía 10 años. Quedé deslumbrada. Parecía un personaje salido de la pluma de Rudyard Kipling, un oficial inglés elegante y distinguido con un brillo especial en la mirada y un bigote mayestático que subrayaba su condición de militar. Sonriendo vino hacia mí para saludarme y me besó en la boca. Yo no me habría separado de sus labios con sabor a caramelo de malvavisco, pero la aparición de Berta y Pier zanjó la situación y tuve que hacer las presentaciones de rigor.

Durante la comida la tata, que desde el día que llegaron Berta y Pier ocupaba la cabecera de la mesa, habló sobre los lazos familiares que nos unían y de los nuevos invitados que faltaban por llegar. Luego pasamos al set lleno de recuerdos familiares. Al principio Evarist pareció poco interesado. Pero cuando le mostré el traje de boda de su madre, que estaba en uno de los baúles y el uniforme de Gobernador Civil lleno de condecoraciones que llevaba su padre, noté que se emocionaba y tuve la sensación de que no le sería difícil entrar en el juego.

-Es curioso - comentó- que una inglesa como mi madre se casara con un franquista como mi padre.

-Nada de franquista -le aclaré- tu padre, como todos los miembros de la familia, pasaban de la política y la usaban para aprovecharse de ella. Fue una simple estrategia comercial que les dio un excelente resultado. El tío Juan daba dinero para el Socorro Rojo Internacional y tu padre lo daba para el glorioso Movimiento Nacional.

Cuando acompañé a Evarist para mostrarle su habitación le hice una propuesta.

-Si te atreves a vestirte con el uniforme de tu padre para la cena, me pongo yo el traje de novia de tu madre.

- Me parece bien. Pero con una condición. Ya que vamos a ir vestidos de novios, que haya noche de bodas.

Me quedé sorprendida. Enrojecí y apenas me atreví a contestarle:

-Bueno, bueno. Ya veremos.

A la hora de la cena, Evarist y yo aparecimos vestidos con los trajes de boda de sus padres. Berta y Pier también habían sacado ropa antigua de los baúles y parecían dos modelos escapados de La Vie Parisienne. Estaban tan elegantes como nosotros y al entrar los cuatro en el comedor, Pasión y Sacramento aplaudieron entusiasmadas. En ese preciso momento, apareció la tata, feliz y sonriente. Ahora vestía un historiado traje de encaje de Brujas y un sombrero de la abuela Victoria. La reencarnación de Anna Magnani estaba más espléndida que nunca y lucía el collar de esmeraldas de mi madre que le regaló mi padre cuando yo nací. No dejaba de sonreír y vino hacia nosotros. Nos tomó del brazo a las dos parejas y pidió a Pasión que nos hiciera una foto. Luego, se sentó presidiendo la mesa, hizo un gesto a las doncellas y comenzaron a servir la cena.

Mientras la mano de Evarist se posaba sobre mi pierna, ella no cesaba de hablar y daba órdenes a las doncellas como si fuera la auténtica dueña de la casa. Mis primos la escuchaban admirados mientras contaba la historia de la señora Juanita, la mujer del antiguo representante en Marsella, que tenía manos de oro para la cocina.

-Al bisabuelo Manuel lo tenía loco y gracias a ella, la buena cocina francesa y el champán Dom Perignon se pusieron de moda en la casa de los Cardona.

Sacramento trajo a la mesa una bandeja de crepes, Pasión vertió sobre ellos una generosa cantidad de brandy y la tata chasqueó los dedos, prendió fuego al brandy como por arte de magia y sentenció. -Como veis -sonrió- sigo ocupándome de la buena mesa de la familia.

Evarist y Pier aplaudieron mientras yo la miraba sorprendida ante aquella sobreactuación tan fuera de lugar. ¿Qué habría sucedido en el interior de su cabeza para que se produjera aquel cambio? ¿Hasta dónde podrían llegar sus poderes extrasensoriales? Y, sobre todo, ¿qué había hecho con el cuerpo del marino inglés?

Terminada la cena, pasamos al salón convertido en plató para tomar el café. Evarist, con el uniforme de su padre, parecía el auténtico Gobernador Civil de Castellón. Estaba feliz por participar en el juego de los recuerdos y, metido ya en harina, se decidió a contarnos la historia de su tío abuelo el doctor Timothy Brown, un célebre médico inglés de ideas muy avanzadas para su época que, en 1870, perfeccionó el método para tratar la histeria femenina.

-¿Es que acaso la histeria no es también cosa de hombres?, preguntó Berta.

-Por supuesto. Pero dado que Histeria viene del griego Histerión, que significa matriz, en aquellos tiempos se creía que la padecían sólo las mujeres, y los más prestigiosos médicos la trataban con baños de asiento en agua de rosas y suaves masajes en la vulva.

-¿Y cuál fue la aportación de tu tío abuelo Timothy?, preguntó Berta. -La creación de una pieza de caucho imitando un pene en erección para lograr una terapia más profunda.

-Las mujeres -dijo Berta- han usado cosas de este tipo todos los tiempos. Shakespeare, en su obra «Los secretos de las damas», lo llamaba consolador por el consuelo que aportaba a las mujeres.

La tata, sin dejar de sonreír, añadió: -Recuerdo que el padre de Marilyn le trajo uno de esos consoladores a su mujer y estoy segura de que no le desagradaba.

Nunca creí que la tata fuera capaz de hacer aquel comentario sobre mi madre. Me dio la sensación de que ya no era el ángel de la guarda que cuidó siempre de toda mi familia; ahora me parecía un pequeño demonio empeñado en crearme desasosiego.

Pidió a Pier que sirviera otra copa de champán y nos dijo con una sonrisa insinuadora:

-Yo me retiro. La noche es vuestra. Espero que no dejéis de consolaros como es debido.

Evarist me rodeó con sus brazos. Comenzamos a bailar sin que mis pies tocaran el suelo. Y cuando me susurró al oído que aquella iba a ser nuestra noche de bodas, el techo del salón comenzó a dar vueltas sobre mi cabeza. Y, al ver que Berta y Pier abandonaban el salón dejándonos solos, sentí miedo pensando en el cadáver de Peter Stywesand pero Evarist sonrió, me tomó en brazos, me llevó hasta la cama y sentí el mayor placer de mi vida.