decir que París es la luz puede sonar a tópico sazonado de poesía de relumbrón, música romanticona y campañas de marketing turístico en busca de una arcadia soñada, pero la luz de la que quiero escribiros hoy nació en París y es distinta. Por alguna razón que todavía actualmente desconocemos, las diez mil quinientas cuarenta hectáreas que ocupa París tienen un «je ne sais quoi» que invita a la creatividad, a la invención y a la germinación de luz en todos sus prismas. París, al fin y al cabo, es como el culmen de todo aquello que desde casa vemos inalcanzable pero que allí parece mucho más tangible. Todo es diferente allí. Su luz, también.

La luz es aquello que nos permite ver y la luz fue aquello que nos cedió inmortalizar mediante la fotografía. El París del siglo XIX fue luz en su máximo estado. A finales del mismo, un grupo de artistas decidieron seguir los pasos que en su momento ya caminaron tímidamente Caravaggio y La Tour, y quisieron plasmar a través de los lienzos esa luz incorpórea que sólo el ojo humano es capaz de desgranar. La luz se situaba en un primer plano para transmitir a través de su fuerza un estado de ánimo, una sensación o, simplemente, el valor de la belleza.

Los llamaron impresionistas, básicamente por la impression que causaban sus obras por esa captación del reflejo, el rielo o el albor. Todos hijos de la luz. Entre ellos estaban Monet, Manet, Degas, Cézanne o Renoir, entre otros. En un principio, esa forma de absorber la luminosidad y reflejarla en el arte no tuvo la aceptación requerida, por esa razón, cuando todos los salones parisinos se negaron rotundamente a cederles un espacio donde poder exponer, fue Gaspard-Félix Tournachon , conocido como Nadar, quien les cedió su estudio del boulevard des Capucins para que pudieran mostrar sus obras. Nadar no era pintor, sino fotógrafo pero, sin saberlo unos ni otro, en aquel momento, la luz se había unido en dos de sus espectros más amplios.

Fueron los hermanos Chevalier los que fabricaron en París un primer artilugio hecho de madera para el científico Nicéphore Niepce. Este, iría un paso más adelante en la retención de la luz a través de la considerada como primera cámara fotográfica junto con Louis Daguerre.

En un primer momento, a esas imágenes las llamaron heliogramas y se conseguían extendiendo betún de Judea sobre una placa de plata recubierta de una fina capa de ioduro y sometida a la acción de los vapores de mercurio, esto provocaba la aparición de un retrato latente invisible formado por el curso de la exposición de la luz. El proceso permitía revelar la imagen ampliando el efecto de la luz y el fijado consistía en la inmersión a base de agua saturada de sales marinas.

Para el mundo del arte, en París había nacido un hecho revolucionario que cambiaría para siempre el concepto del mismo. Hasta aquel momento, los artistas se sometían al llamado Academicismo, que no era otra cosa que la asimilación de los patrones artísticos clásicos y su posterior aplicación para que, en este caso la pintura, se acercase lo máximo posible a la realidad que observaba nuestra retina. Con la fotografía, esa plasmación de la realidad perdía su sentido, su razón de ser, ya que esta inmortalizaba de forma fidedigna aquello que el ojo humano observaba. Este fue motivo por el cual los impresionistas empezarían un nuevo camino que terminaría con la aparición de las vanguardias y la subjetividad absoluta del arte a través de la inventiva y el argumento plástico. Nacieron, como faros lumínicos, los cubismos, dadaísmos y surrealismos. El arte y la fotografía buscaban la luz, pero de forma distinta. Una era la que despertaba al intelecto y la otra era la que nos permitía ver aquello que nos rodeaba.

Al final de todo, la luz es la que mide aquello que hemos vivido. Todos nuestros recuerdos son luz al igual que lo son las fotografías que no permitirán recordar cuando la memoria haga sus primeros estragos.

Seguramente, el primer recuerdo del lector sea luz y lo último que observe antes de marchar también. Es el alfa y la omega de nuestra existencia. Es aquello que nos da calidez y nos deja ver cuando hay oscuridad. Hay muchos tipos de luces. París tiene la suya. Gandia, imagino, también. La casa de cada lector igualmente tiene su propia luz y será distinta a la del resto. Y, sobre todo, cada uno de nosotros, para quienes nos aprecian, también tenemos nuestra propia luz.