Durante la Transición, en un artículo de prensa, Juan Benet dedicó un párrafo o dos a un ministro de cultura de apellidos compuestos, hombre del régimen transformado en flamante liberal en virtud de su ansiado nombramiento, que en opinión del escritor merecería ser condenado a trabajar de sol a sol y a pan y agua en las salinas de Torrevieja o en las minas de Almadén como expiación de sus culpas.

Recuperar como destino apócrifo las salinas de Torrevieja o las minas de Almadén para gentes manifiestamente incompatibles con la vida pública, aunque con un elevado concepto de sí mismas, ha sido un recurso por desgracia escasamente invocado a pesar de sus ilustres orígenes, que exige una urgente puesta al día. Si ya en los tiempos fundacionales de nuestra imponente democracia, aquel prohombre de apellidos compuestos, hagiógrafo de Franco, abrió la ruta hacia minas y salinas con la inestimable ayuda del ingeniero de caminos Juan Benet, ¿por qué no insistir en esas saludables empresas reformistas que tan concisamente resumen todo lo que no podemos permitirnos ni existe en los países civilizados?

Desde aquel demócrata-franquista hasta la no menos paradójica Álvarez de Toledo, la nómina de negados para el ejercicio de la política ha sido desigual pero constante, una muestra de la sorprendente energía destinada por partidos y gobiernos a la promoción de ineptos, futuros renegados y encantados de haberse conocido. Más allá de sus virtudes profesionales o personales, en todos esos especímenes era fácil advertir desde el principio una insolvencia política esencial que les hacía poco recomendables incluso para los puestos de mando más modestos. Porque un rasgo de carácter común en esos elementos es, como diría Benet, la avilantez, una mezcla de arrogancia y osadía inversamente proporcional al valor real de su contribución a la política. De ahí su hiperactividad, su locuacidad, su ubicuidad mediática y casi mística, su negativa a abandonar la escena pública pase lo que pase y pese a quien pese.

Todavía se ve y se oye al exministro de Interior socialista José Luis Corcuera, que ya desde su designación merecía un Juan Benet para él solo, dando la brasa contra el Gobierno en televisiones y radios reaccionarias, irritado hasta la cólera porque nadie, salvo las televisiones y radios reaccionarias, le hace caso, o a Tomás Gómez, destituido por Pedro Sánchez de la secretaría del PSM, escribiendo a machamartillo en La Razón contra su enemigo íntimo y su ex partido en la onda obsesiva de Rosa Díez o de Girauta, no en vano declarados admiradores de la cesada portavoz popular.

Esos figurones ni siquiera parecen aceptar el hecho simple, al alcance de un niño pequeño, de que la notoriedad a la que se aferran con uñas y dientes se la deben a los partidos que insensatamente les promocionaron o en los que hicieron carrera. Sin el amparo, la legitimidad y el poder que les brindaban sus formaciones políticas y haciendo de la necesidad virtud, se transforman de la noche a la mañana en seres renacidos, espíritus libres, modelos de idealismo e insobornable autonomía personal, y para demostrarlo les falta el tiempo para poner verdes a los partidos políticos que les encumbraron, en realidad, según ellos, organizaciones mezquinas, núcleos de trepadores y mediocres, refractarios al pensamiento crítico. Como era de esperar, a la representatividad expresada en votos y al reparto de poder derivado del cumplimiento de la ley suelen oponer razones morales o el dolor de hígado, o de España, expedientes quizás no muy ortodoxos ni presentables, pero nobles y patrióticos, legítimos cuando peligra la nación.

Más que misericordia o tolerancia esos boceras producidos sin tregua por la exótica democracia española merecen ser despachados simbólicamente a los lugares de expiación señalados ya hace cuarenta años por Juan Benet, aunque extremando el rigor de las condenas. Si las tradiciones se inventan, no perdamos la ocasión después de que nos hayan fallado tantas, y ante el eterno retorno de los fantoches gritemos juntos, a la defensiva, vertebrando España: «¡A Torrevieja!». «¡A las minas de Almadén!».