LA CULPA DE TODO

LA CULPA DE TODO

LA CULPA DE TODO

J. Monrabal

En su lúcido ensayo sobre la pandemia, decía el filósofo Daniel Innerarity que, en las sociedades de riesgo, las iniciativas de los gobiernos tendrán en el futuro un carácter de apuesta, lo que incluye un elemento de incertidumbre con el que tendrá que aprender a vivir la población. Esa clase de movimientos pueden ya identificarse en España en varios aspectos de la gestión de la crisis sanitaria. Una de esas apuestas fue concentrar en el gobierno la dirección de la crisis. Otra, su descentralización tras el confinamiento. Si la primera fue discutida más por los partidos de la oposición que por la población, que aceptó mayoritariamente lo inevitable, la segunda ha encontrado un amplio cuestionamiento.

Ahora bien, ¿en qué medida se puede hacer responsable al Gobierno (a cualquier Gobierno en una coyuntura semejante) del aumento de contagios o de la inquietud que manifiestan los padres ante el inminente regreso a las aulas una vez delegado el mando en las autonomías? ¿O existe una respuesta preconcebida, que ya recogía el CIS de mayo, cuando señalaba que solo un 36% de españoles era partidario de dejar la gestión en manos de los gobiernos regionales? ¿Habríamos tenido menos problemas con un mando único? ¿Es cierto, como ha criticado hasta Pablo Iglesias, que la Ministra de Educación no ha ejercido un liderazgo necesario?

No existen respuestas generales a un problema nuevo, que solo admite paliativos, y desde luego no son muy fiables las que ofrecen los partidos que durante el confinamiento pedían descentralización y libertad ante el supuesto «autoritarismo» del Ejecutivo y ahora exigen, con idéntico celo, que Sánchez «tome el timón». Da la impresión de que seguimos anclados a los tiempos en que, como decía Enzensberger, era una bendición saber quién tenía la culpa de todo: los rosacruces, los iluminados, los masones o los jesuitas, el capitalismo o los comunistas. Ahora, en España, ese perverso papel lo cumple el Gobierno. Pero si vamos a pasar una larga temporada conviviendo con el virus deberíamos asumir de una vez por todas que la «nueva normalidad» seguirá creando problemas que no admiten soluciones políticas concluyentes, porque ni siquiera presentan una etiología clara. Ni siquiera sabemos a ciencia cierta, por ejemplo, por qué somos el país en el que más han aumentado los contagios desde el final del confinamiento, aunque preferimos olvidar que estos han surgido del contacto social, como tampoco queremos pensar ni remotamente en la posibilidad de un segundo confinamiento que arruinaría aún más la economía y deprimiría a la población. Pero todo no puede ser.

En el mejor de los casos nos espera un año difícil, y los problemas surgidos en torno a la gestión de la «vuelta al cole» son un ejemplo de aquellos con los que tendremos que lidiar, al menos, hasta mediados de 2021, cuando tengamos acceso a la vacuna, si se cumplen las previsiones que se manejan hoy. El problema, para los ciudadanos, es cómo abordar en serio la cuestión de la responsabilidad sobre la gestión de la epidemia tras el confinamiento en un país en el que, en ese sentido, no existe una cultura democrática consolidada y en el que el principal partido de la oposición y los neofascistas proclaman cada semana, como la prensa amarilla de Madrid, la ilegitimidad de origen del gobierno. No desde marzo. Desde antes de que se formase el Gobierno.

Si es evidente que la responsabilidad política sobre la gestión de la epidemia recae en primer lugar en el Ejecutivo, las críticas que reciba deberían estar fundadas, para ser útiles, en algo más que en la indigencia intelectual o en un puñado de frases hechas. ¿Qué pueden significar memeces como «tomar el timón» o «ejercer el liderazgo» cuando no hay alternativa a los rastreos, al distanciamiento social y al uso de la mascarilla o, en el caso de la reapertura de los colegios, a la contratación de un número extra de profesores y al cumplimiento de protocolos preventivos básicos? ¿Es que la descentralización implica alguna suerte de tara cognitiva que impide a los gobiernos de la periferia poner en práctica tan sencillos recursos? ¿De qué les sirve a los ciudadanos que quienes decían que el virus no podía con un cuerpo español, preparen una moción de censura destinada al fracaso pero que añadirá más combustible a lo que Enric Juliana llama «la industria del ruido?»

No parece que en materia de responsabilidad vayamos muy sobrados, y culpar de todo a los rosacruces no nos ayudará a disponer de ella a manos llenas. Pese a todo, sabemos ya algo más que en junio: al contrario de lo que aún dice Sánchez no saldremos de esta crisis más unidos. Lo que bien mirado podría ser otro motivo para pedir la dimisión en bloque del Gobierno ilegítimo y felón.

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