en el año 1937, la danesa Karen Blixen publicó la obra que la elevó a los altares de la Literatura Universal, desnudándonos su alma y adentrándonos en el corazón de Kenia. La sociedad todavía no estaba preparada para que una mujer con una voz letrística propia tan firme rubricara sus escritos, por lo tanto, pasó a la historia con el pseudónimo masculino de Isak Dinesen. La obra en cuestión fue Memorias de África y más tarde la inmortalizaría en la gran pantalla el titánico Sydney Pollack en el año 1985. ¿Quién no recuerda a Robert Redford y Meryl Streep subidos en esa avioneta, observando Kenia a vista de pájaro bajo la magistral banda sonora que compuso John Barry?

La África que conoció Blixen fue la eternamente prostituida y vilipendiada que le sirvió a Europa como cantera humana y logística. Un territorio que, de los cinco continentes, es del que más se habla pero del que menos se conoce. La vida surgió allí, en el mismo corazón de África, y allí la humanidad también ha tenido su peculiar forma de llevar a cabo su existencia, siempre bajo la sombra y sempiterna aprobación del resto del mundo, y adaptándose a la adversidad de su contexto social, político y religioso. Es muy fácil, a través de las palabras de Blixen, sentir la inquietud de formar, siquiera por un momento, parte de ese mundo exótico al que le tememos pero que, como embrujo cautivador, siempre nos despierta el sueño más profundo. Fue leyendo su obra cuando empecé a aprender unas pocas palabras en suahili y descubrí que nzuri significaba sublime. Esa amalgama de religiones y un Islam que empezaba a imponerse en el territorio denotaban ese cosmopolitismo de creencias -la mayoría animistas- que le da al lugar ese encanto, ese embrujo que siempre se acerca románticamente a lo oculto.

No sé si al lector le pasará, pero mi mente siempre asocia diferentes tonalidades cromáticas a lugares determinados. Puedo ir de lo más específico a lo más genérico. Por ejemplo, el color de una ciudad concreta o el de un continente entero, que pueden, o, rara vez, coincidir. Para mí, África siempre ha sido ocre. De un almagre viejo que bajo el sol, en vez de empalidecer, se muestra con más dignidad. Hay muchos tipos de ocres; pueden ser dorados, rojizos o calcinados. Sin lugar a dudas, África es dorada. Su historia, sin embargo, es más bien negra a causa de todas las vicisitudes que le ha tocado vivir. Quizá, sea el lugar donde la muerte más se haya cebado con su población. Blixen también lo explica perfectamente en su obra y nos escribió sobre la polio. Esta enfermedad, afecta al Sistema Nervioso Central y puede llevar a la parálisis total o parcial del cuerpo. Los continuos rebrotes, la falta de vacunación a todos los territorios que abarca África y el gran pico que arrastraba Nigeria hacían, prácticamente imposible, pensar que algún día pudiera erradicarse. Finalmente, aunque parezca una entelequia, ese día llegó y se puede decir que la OMS ha declarado que África está libre de Polio.

Tal vez esta sea una de las mejores noticias que se llevará consigo este 2020. África nunca perdió su dorado, ese ocre tan lustroso, pero podemos decir que hoy brilla un poco más. Esta noticia hubiese llenado de dicha a Karen Blixen, quien siempre portó en su corazón a este lugar. Ella, posiblemente, fue la otra cara de Europa, aquella que, lejos de abusar del territorio, intentó integrar socialmente en la medida de sus posibilidades a la población y respetar sus costumbres. Riquísimas, no lo olvidemos.

Blixen murió en el año 1962 escuchando a Johannes Brahms en su casa de Copenhague. Su cuerpo estaba allí, pero tal vez ella estuviese en Kenia rememorando su célebre novela que así empieza: «Yo tenía una granja en África, a los pies de la colina de Ngong». Uno de los principios de libro más bellos que tiene la Literatura Universal. Simple, sencillo ¿para qué más?