Ocurrió la pasada semana en el Hospital de Gandia. Una madre, su abuelo y su hija menor de edad acuden al área de Urgencias. La niña, que padece diabetes tipo 1 desde los ocho años, tuvo síntomas de resfriado: cansancio, tos, mocos, dolor de cabeza y molestias en el pecho. Su madre alarmada y, más por todo lo que está pasando, llamó al Centro de Salud y su médico de cabecera las mandó a urgencias del hospital.

Una vez allí, esperaron en la zona del triaje para que la niña fuera atendida. Durante la espera se hizo la hora de su estricta merienda. Con las prisas se olvidaron de la dosis de insulina conocida como «la rápida». No estaba en su mochila. Esa situación induce a que el azúcar se suba por las paredes en pocos minutos, con lo grave que eso puede llegar a ser, incluso a provocar un coma diabético.

Su madre, asustada porque son muchos años sufriendo este tipo de situaciones, solicitó una dosis a las primeras personas vestidas de blanco que pasaban por allí. Dos celadores le atendieron muy amablemente, todo hay que decirlo. Uno de ellos se lo preguntó a una enfermera y, no tan amablemente, le contestó que el médico ya estaba al corriente y que no iban a darle ninguna dosis. Le faltó añadir: ¡y punto! Sólo tenía que entregarle una pluma de insulina en mano, no inyectarla. Para esos menesteres y después de tantos años se valía ella solita.

Esta pulla de mal gusto podría ser algo así como estar deshidratado por la sed, llegar a Solán de Cabras en Beteta y negarte un botellín. Un esperpento total pero con la gravedad de que aquí estamos hablando de vidas humanas, por lo que bromas las justas. El maldito covid no era excusa. La sala estaba semivacía.

La madre exigió hablar con la enfermera para que le diese una explicación razonable sobre su negativa. Le repitió lo mismo que a los celadores pero añadiendo que le habían hecho la prueba de glucemia y le salía bien. Ignorando la enfermera que después de comer si no te inyectas la dosis, «la rápida», a los pocos minutos se dispara el azúcar. Con el medidor de la niña llegaba a los 300, pero como el doctor dijo que no, ella erre que erre. Se negó en rotundo a hacerle una segunda medición. Un poco de generosidad tampoco hubiera ido mal.

El abuelo de la niña tuvo que hacer 18 kilómetros desde el hospital hasta final de la playa para conseguir la bendita porción. Entre espera, reclamaciones, pruebas y mucha zozobra, tres horas después su madre le administró su necesaria dosis. El enfado del abuelo fue monumental y su tensión también, 1900-1100.

Ya a última hora apareció el médico, lo que aprovechó la mamá de la niña para abordarle educadamente. Le preguntó por su nombre y el porqué de la negativa a darle la dosis a su hija sabiendo, o tal vez no, la gravedad de la negativa.

«Este es el tratamiento para su hija. En dos días tendrá el resultado de la prueba PCR, buenas tardes». Y no aclaró nada más. Esperemos que la Justicia lo dilucide mejor.

PD: El abuelo, que no es el de los melones, es mi hermano, la madre mi sobrina y la niña, qui le sait.