El Palau Ducal es un edificio con una piel única. A nadie le puede parecer indiferente esa mole de piedra que se levanta en la calle Duc Alfons el Vell, de formas todavía arcaicas, regias, que a medida que el curioso avanza hacia la pasarela del Serpis va intuyendo cada vez más suavizadas; acostándose tímidamente a una cierta barroquización que tiene su grado más elevado en la cara que mira al río. De todos modos, aquello que el curioso observa en su exterior es únicamente esa austeridad que lo barniza, dándole ese aire de fortaleza todavía defensiva que poco o nada tiene que mostrarle en pleno siglo XXI a esa gran parte de la población que ya considera arqueología la televisión de caja y los VHS. Sin embargo, para esos iluminados, el Palau guarda un interior que no pocas veces sorprende. A pesar de esa austeridad que lo justifica, lo cierto es que el detallismo de sus rincones nos da pinceladas de la historia de una ciudad que no siempre fue feudo de veraneo y vive la vie, sino que fue considerado uno de los centros neurálgicos más importantes de la zona, donde la pulsión política del momento fue decisiva en la antigua Corona del Casal d’Aragó.

El Palau nació de forma austera y así se ha mantenido a lo largo de los siglos pese a esa riqueza que esconde su interior. Su antigüedad más inmediata la podemos datar alrededor del año 1265, aunque esta ya nacería de un embrión previo que estaría conformado por una primera torre vigía de origen islámico. Desde ese momento, a lo largo de los setecientos años de historia que lo legitiman, han sido numerosos los escenarios que, como sancta sanctorum de la ciudad, le ha tocado vivir. Recorrer el Palau no es únicamente acercarse a la historia más inmediata de nuestra ciudad, sino también conocer de cerca a unos personajes que, aunque tendemos a verlos lejanos y, en cierta manera, deshumanizarlos, fueron tan humanos como nosotros, ya que ellos representan, por conocer sus nombres y apellidos, nuestros paisanos más inmediatos.

Su interior, como se ha mencionado unas líneas más arriba, es camaleónico y se ha ido adaptando a las necesidades arquitectónicas y artísticas de cada época. Ello ha contribuido a tener en el Palau una especie de catálogo físico donde uno puede hacer un somero repaso de la historiografía del arte. Desde un balbuceante gótico que vemos eminentemente representado en las pinturas de la Sala de la Cinta, pasando por un estilo mudéjar, renacentista, barroco e, incluso, neogótico, como esa vibrante bóveda de crucería estrellada que acompaña este texto y que ya se ha convertido en sinónimo de nuestro Palau.

De todas las vicisitudes que ha vivido este edificio -que han sido muchas- tal vez, la que superó con creces, fue el transcurso del siglo XVIII, ya que este fue época de expolios donde la piedra de estos edificios construyó en gran medida la masa urbana de pueblos y ciudades. Fue un momento en el que estas construcciones cayeron en el olvido para la población y se fueron abriendo en canal sin un mínimo de sensibilidad artística por las mismas. Eso le ocurrió al Palau Comtal de Oliva que, si el lector lo quiere visitar, tendrá que hacer una especie de ruta entre Nueva York, Copenhague y las calles del centro histórico de la vecina ciudad. De igual manera se perdió gran cantidad de pequeños palacetes, como los que había en la calle Major de Gandia, entre ellos el de los March, supuestamente en el cruce con la calle Beneficència . El Palau, en cambio, ha tenido la suerte de sobrevivir y tenemos el inmenso privilegio de poderlo disfrutar. Parece ser que, el verlo siempre ahí, le da la condición de eternidad, pero que no se equivoque el lector porque su misma historia nos ha demostrado que es un superviviente, pero no un inmortal. Hay muchas formas de destruir un edificio y no únicamente desvalijándolo piedra por piedra. El olvido es una de ellas. Me cansa excesivamente la cantidad de gente de Gandia que desconoce el Palau y me lo dice a la cara con cierto orgullo, quitándole toda importancia. Muchas de estas personas conocen Versalles, el Escorial, Caserta y hasta el Palau del Marqués de Dosaigües (donde por cierto, hay cerámica de nuestro Palau) pero desconocen este por su proximidad y porque siempre tendemos al desprecio de lo cercano. Está claro que no somos la mejor ciudad del mundo y que no tenemos el mejor Palau del mundo (aunque haya un grupo de entusiastas, entre los que figuro, que pensemos que es el más especial) pero es nuestro deber y obligación conocer lo que tenemos aquí porque es el sitio donde, por casualidad o causalidad, nos ha tocado vivir.

Quiero pensar que, cuando uno sale del Palau, tiene la sensación que ha contribuido a hacer más grande el lugar donde vive. Sea de Gandia o no. Puede parecer un tanto romántica esta idea, pero con ello solidifica su legado como persona que pertenece a un lugar. Imagino el Palau hace siglos como el ágora donde una Gandia emergente daba sus primeros pasos. Ahora, aunque con sus carencias, esos pasos ya están dados. El ágora se ha convertido en un centro cultural donde la vida artística, pública y social se dan cita en el Pati d’Armes. Los años pasan pero, de una u otra manera, siempre buscamos esa mole de piedra austera. Pienso que nos da seguridad. Pienso que es el corazón de la ciudad que siempre latirá al ritmo de lo que la sociedad espere de él, como ha hecho en estos setecientos años de historia.