Visitar una ciudad es como ese amor de verano que nunca se olvida. Sabes, desde el primer momento, que será efímero. Empezará con una sutil mirada, después una tenue caricia, y finalmente, te dejarás conquistar por la veleidad de su forma acabando rendido a sus pies. Intentarás no enamorarte porque sabes que sufrirás, sabes que todo aquello que en esos momentos es deleite acabará siendo un doloroso recuerdo. Pero pasa, y pasa porque es inevitable querer encarcelar los sentimientos. Vivirás intensamente unos escasos días que intentarás estirar como un hilo perpetuo. Sentirás la pasión, la entrega, la locura. La querrás inmensamente mientras calles y farolas serán testigos mudos de un amor que, como la niebla, está condenado a la desaparición. Finalmente, llegará la despedida. No será un adiós, sino un hasta luego, a pesar de saber sobradamente que pueda que no la vuelvas a ver jamás. Durante un tiempo vivirás del recuerdo, intentarás guardar cada rincón, desearás memorizar a través del tacto su forma para que cuando llegue el olvido, que al menos te quede su textura. Sabías que era un amor finito, fugaz. Ella siempre vivirá y verá pasar a generaciones de los tuyos. Tú, en cambio, serás perecedero. Al menos, el consuelo será que, durante unos días, un verano, o lo que sea, se entrego únicamente a ti.

Siempre he tenido la sensación que mis días acabarán en Roma porque me enamoré perdidamente de ella. Lo que ninguna ciudad, ni siquiera la que me ha dado cuna, ha conseguido, lo que me despertó Roma. Fue intenso todo aquello que viví. La juventud todavía despertaba en mí ese pálpito de querer comerme el mundo. Y Roma, siempre complaciente, se entregó a ello con la misma ansia que yo. Los días se sucedían mientras el instante parecía paralizarse. Ella, Roma, siempre en un poderoso segundo plano. Intensa y decadente a partes iguales. Espléndida e indiferente. Como una diva muerta que siempre parece vivir de las glorias pasadas. Su edilicia se entregaba a mí, estudiante de Arte, para mostrarme que no soy nada en comparación a todos aquellos que me precedieron, y que el mundo puede llegar a ser bello si los humanos se lo proponen.

Recordé, en mayor o menor medida, aquel cine del nuevo realismo italiano que se sucedió indiferente por aquellas calles en las cuales me perdía de noche. Vagueando sin rumbo, sin destino, como se tiene que conocer Roma, siempre recordando, inevitablemente, aquel baño nocturno en la Fontana di Trevi de Anita Ekberg en La Dolce Vita de Federico Fellini, y sintiéndome protagonista, aunque sea en la lejanía, de todo aquello de lo que Roma fue cómplice.

Roma fue durante muchísimo tiempo llamada la Caput Mundi, es decir, la cabeza del mundo. Cuando uno estudia los manuales de historia puede pensar que es porque allí tuvo lugar uno de los imperios más poderosos que se ha germinado por esta zona, o porque ha tenido su sede el papado durante unos siglos en los que la Iglesia dominó y subyugó a gran parte del mundo. Pero no, cuando uno visita Roma se da cuenta que es la Caput Mundi porque conquista con una sola mirada. Porque representa la grandeza a la cual el ser humano es capaz de llegar. Roma es el sueño. Cuando algo parece inalcanzable, difícil, o se da por perdido. Dadle una nueva oportunidad en Roma, porque todo se verá más fácil. Que el lector nunca se quede con la Roma caótica de su tráfico babilónico ni con la decadencia de sus calles socavadas de basura. Eso es fruto de nuestra desidia, no os equivoquéis. Roma es mucho más. Roma es, permitidme la ñoñería: Amor.

Cuando haya terminado toda mi labor aquí sé que volveré a Roma y esta vez no será un amor pasajero. Me quedaré con ella hasta que esto que llamamos vida termine. Será un bello fin. El escenario, al menos, acompañará.