Dentro de dos semanas sabremos si Trump continúa al frente del país más poderoso del mundo o si la democracia estadounidense resistirá. En el mejor de los casos, el loco de la lejía habrá dejado un legado de veneno y odio insólito en la historia de los EEUU que probablemente los republicanos rescatarán bajo determinadas circunstancias. En política rara vez hay vuelta atrás, y la posibilidad de restablecer las convenciones, el espíritu en que se fundan los ritos democráticos, una vez rotos, es remota. La destrucción es un proceso rápido y eficaz: los puentes se levantan con lentitud pero se dinamitan en un segundo.

La victoria de Trump consagró un ideario político que ya anidaba en el seno de algunos países europeos: el iliberalismo, no como excepción o rareza nacional sino como un modelo legítimo a seguir. Desmontar el sistema desde dentro, coartar las libertades, criminalizar y despreciar a los adversarios políticos, a los medios de comunicación libres y emplear técnicas de propaganda totalitaria para movilizar y controlar a la población no son métodos inventados por Trump. Eran moneda corriente en Hungría o Polonia y empiezan a formar parte del horizonte de ciertas derechas europeas, entre ellas las españolas, que nunca han sido liberales.

Que el PP y Vox utilizaran -y sigan haciéndolo- una crisis sanitaria brutal para derribar a un gobierno democrático ni siquiera debe sorprendernos. Lo hicieron y lo hacen porque pueden, porque todavía les vota mucha gente. Es difícil creer que seamos una democracia consolidada cuando una gran parte de la intención de voto se reparte entre un partido de neofascistas y otro corrupto creado por franquistas. Ahora, algunos medios de comunicación nacionales han descubierto el trumpismo de nuestras derechas, como si el dato fuese una novedad, como si hubiese que esperar algo distinto de dos partidos que no han cesado de conspirar contra las instituciones representativas, de utilizar los «hechos alternativos» y toda clase de maniobras para engañar a los desinformados y clamar contra un gobierno «ilegítimo» que no provoca ninguna inquietud a Europa pero que a los españoles debería espantarnos por ser un nido de «radicales». Es el mismo recurso para captar crédulos que ha utilizado durante cuatro años el millonario norteamericano cuya derrota, si se produce, dará un respiro a las democracias liberales, aunque es dudoso que en España afecte al comportamiento de los partidos ultras, más trumpistas que europeístas, que esperan las turbulencias económicas producidas por la epidemia como agua de mayo para alcanzar el poder. Un escenario bien posible en el largo periodo de vacas flacas que nos espera, porque, en España, no contamos con dispositivos de seguridad culturalmente potentes para contrarrestar los efectos del creciente iliberalismo que respiramos a diario. Nuestro constitucionalismo está lejos de parecerse al de Alemania, que ha reformado 60 veces su Ley Fundamental, nuestra idea de la libertad no es francesa, el crédito de nuestros medios de comunicación es ínfimo, y la intelectualidad oficial en proceso de extinción cuando no blanquea directamente a los ultras, reparte responsabilidades a partes iguales entre incendiarios y bomberos.

En cambio, lo que funciona como una reloj son las plantas de producción de hechos alternativos, de ruido y de furia, instaladas hasta en la política local. Cualquier dato o hecho objetivo es triturado y procesado antes de convertirse en material corrosivo. Pongamos un ejemplo menor, pero siempre a mano: Víctor Soler dice que el gobierno de Gandia se ha roto porque existen diferencias sobre un proyecto de reforma en la Colonia Ducal. Aunque lo esperable es que en un gobierno de coalición surjan diferentes puntos de vista en relación con determinadas iniciativas, la lógica iliberal de Soler presenta la cuestión no como un conflicto político corriente que también divide la opinión los ciudadanos y cuya solución no puede contentar a todos, sino como un fracaso de la política, que habría «fracturado» el gobierno.

La anécdota es una miniatura de la corrupción del discurso público a la que se ha entregado a destajo el iliberalismo español, que intenta persuadirnos de que el olor a vertedero es el aroma del campo florido. Los ultras han decidido que con sufrir la pandemia los españoles no tenemos bastante: debemos pasarlo aún peor, servir de carne de cañón a sus propósitos, aunque no queramos. Día tras día, mañana, tarde y noche, asistimos a nuevas remesas de escoria facturadas desde las plantas de producción de las derechas hasta el último rincón del país, y esa porquería se nos presenta como alternativa de gobierno en todas las escalas representativas, como valores que debemos compartir, ejemplos de dignidad y patriotismo, como la idea de democracia que nos conviene seguir. Al final va a ser verdad que el general enemigo del liberalismo que murió en la cama tras una vida de sacrificios por España lo dejó todo atado y bien atado.