La plaza de Jamaa el Fna de Marrakech es uno de esos lugares en el mundo donde la condición humana se muestra tal y como es. Riquísima en cada uno de sus vértices y, de igual modo, compleja en cada uno de sus prismas. El ruido, la agitación, las luces, las sombras y las lenguas se dan cita en el epicentro de una caótica ciudad que ha ido creciendo no de forma ordenada, como acostumbramos en una Europa perfectamente hipodámica, sino a través de injertos formados de calles y plazuelas que han hecho de ella un ecléctico lugar donde la basura y la belleza se valoran como objetos de culto para un visitante ávido de ocres, cansado de la occidentalidad cronometrada y con ganas de exprimir el mundo en una eterna primavera. Eso es Marrakech. Toda la luz que le falta a nuestras vidas y que con todo el materialismo del mundo no somos capaces de paliar, este lugar nos la da. Lo hace porque nos demuestra que para vivir únicamente necesitamos tener vida, nada más.

El año pasado precisamente por estas alturas, allí me encontraba. Me hospedé en un riad, que es una especie de palacete marroquí que gira en torno a un jardín y, alrededor de éste, se disponen unas pocas habitaciones. Se encontraba en un derb, es decir, un barrio donde abundan los callejones sin salida en el corazón de la medina, que es la médula de Marrakech y a la cual se le unieron esos maltrechos injertos que mencionaba unas líneas más arriba.

Cuando le escribo al lector de la luz ocre de este lugar me refiero a esa capacidad que tiene de despertar la imaginación. Toda esa anarquía destrazada de forma enmarañada que desagua en un ir y venir de gentes que igual visten kipas que kufis lo que hace, realmente, es despertar nuestra mente de su eterno letargo. Una mente anquilosada que únicamente entiende de dogmas y normas. Porque en Europa, casi siempre, así nos hemos criado. Seguimos patrones desde nuestro nacimiento. Un protocolo litúrgico que acatamos desde la infancia hasta la tumba y en el que todo aquello diferente nos representa una amenaza o una locura.

Todo el mundo puede aspirar a la imaginación. No me creo a todos aquellos que dicen que son incapaces de crear algo. Lo que ocurre en realidad es que, en la mayoría de las ocasiones, no dejamos que la imaginación se despierte. Cuando uno visita un lugar como Marrakech, por ejemplo, todos sus patrones se desmontan y ello le lleva a adaptarse al contexto. Esto hace que inmediatamente su subconsciente se despierte y empiece a divagar en un mar de posibilidades creativas.

No muy lejos de la medina, en el extremo de uno de esos injertos que forma la totalidad de la ciudad, se encuentra una casa rodeada de unos bellísimos jardines que le perteneció al pintor francés Jacques Majorelle. Aquí tuvo lugar parte de su gran obra ya que, si París representaba la bohemia occidental, Marrakech fue su alter ego y así lo plasmó el artista magistralmente en su pintura

En esa misma casa, años más tarde, Yves Saint Laurent diseñaría aquellos celebres vestidos inspirados en la obra del pintor Piet Mondrian. Paradigma de su firma. Serían estos jardines, precisamente, testimonio de esas desatinadas fiestas que el sastre y Pierre Bergé darían en un intento, siempre, de mantener la juventud. Porque esta se escapa y es inevitable, y a veces, comportándonos como tales parece que la invocamos en una eterna plegaria permeabilizada de ilusión que no es más que simple ensueño.

Intelectuales y escritores también se dieron lugar en Marrakech, como Juan Goytisolo, quien llegó a plantearse que por sus venas corría sangre árabe por la unión sacra que llegó a sentir por este lugar y su riquísima cultura.

Y es que, al final, todo se reduce a encontrar en este mundo un pedacito de tierra donde vivir el presente de un modo distinto y poder despertar la imaginación, ya que nosotros somos finitos y cuando no estemos, lo único que quedará será aquello que hayamos creado. Para ello, a veces, únicamente basta abrir una ventana y ver aquello que no estamos acostumbrados a ver. Y entregarnos, siempre entregarnos.