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"Banderas de nuestros padres"

"Banderas de nuestros padres"

Una reflexión muy profunda sobre por qué se ganan o se pierden las guerras narrada de modo extremadamente fino y filmada con grandeza clásica».

Los renglones de arriba son un pequeño extracto de la crítica en el ABC de mi amigo Oti Rodríguez Marchante. La película era: Banderas de Nuestros Padres, de Clint Eastwood. Más tarde dirigiría una segunda parte con Cartas desde Iwo Jima.

En estos últimos convulsos años hablar bien de nuestra bandera, exhibirla en tu casa, en el coche o en una cinta en la muñeca, hace que los progres, sin conocerte de nada, te tachen para los restos de un auténtico facha, que ni ellos saben lo que significa, solo por identificarte con tu país que, supongo, con permiso de los nacionalistas, todavía es España.

Da gusto ver cómo los norteamericanos veneran a su bandera: tiendas, bares, bancos, casas, calles, plazas, coches, y también en sus celebraciones nunca falta. Los franceses, los alemanes, italianos y todo el resto de Europa también lo hacen, y sin ningún complejo. La bandera es un sentimiento o puede ser un adorno, pero nunca un motivo de odio, como aquí ocurre.

Cuestionar a estas alturas cuál es el emblema español es tener muchas ganas d’emprenyar al personal. Les molesta hasta la de las bombillas de Madrid.

Leo que en un decreto de 1785 el rey Carlos III, y no era el del brandy, estableció como bandera naval la actual rojigualda. El rango de bandera nacional lo alcanzó en 1843. Los escudos posteriores siempre pasaron desapercibidos, hasta que llegó el águila para quedarse entre nosotros la barbaridad de casi cuarenta años, los mismos que la actual con el escudo real. La republicana no llegó a ondear oficialmente ni diez años. La maldita guerra cerril se la llevó por delante.

Este pequeño y poco elaborado apunte, que reconozco con humildad supina, me podría valer como introducción sobre el tema de hoy.

Quiérase o no, la Constitución así lo refleja, la bandera nacional española es la que tenemos actualmente. A mucha gente ni le hace gracia la del Águila ni tampoco la de la Corona. Salvo algún nostálgico que la saca de su jaula a pasear, la de la rapaz hace tiempo que vuela sin retorno hacía el más allá. La del escudo real, hoy en entredicho, la casa no el escudo, aguantará en el pendón hasta que la Constitución diga lo contrario. Lo demás son brindis al sol y ganas de conflictos textiles de color.

El mundo actual tiene cosas más importantes de que preocuparse, pero ya que están, tenemos la obligación de respetarlas, las legales sobre todo. Ni quemarlas, ni romperlas, ni mucho menos mancillarlas. Ese delito no es cosa solamente de cuatro mequetrefes, inadaptados, amargados, frustrados y vagos. Son otros más los que achuchan a esos «cojos manteca». Algunos de ellos llegan hasta sentarse en el Congreso de los Diputados como si no hubiesen roto un plato en sus vidas.

Muchos políticos actuales han alcanzado la cima por ir con banderas anticonstitucionales al viento y detrás de las pancartas, con lemas rayando el delito, y sin rayarlo también.

Cuando lo del Estatut, las primeras elecciones y las manifestaciones «antiloquesea», los de la primera y segunda fila de la lona, excepto los fallecidos, hoy siguen viviendo de la política (las imágenes y las fotos dirán quiénes son). Si la cosa se tuerce, salvo casos imposibles, acaban todos como asesores, directores generales y funcionarios, además de carrera. ¡La carrera, pero de bicicletas, que les daría yo!

Las guerras de las banderas en algunas Comunidades Autónomas han sido y siguen siendo muy rentables. En Catalunya y el País Vasco pueden dar fe de ello.

En la década de los sesenta, en el puerto de Gandia ocurrían hechos dignos de estudio relacionados con España y «su bandera». Los portuarios, que en absoluto eran sospechosos de ser franquistas, no permitieron nunca, ni en broma, que los marineros extranjeros se metiesen con la bandera española, y menos con España, y eso que la del águila para ellos era como el ajo para Drácula. Las peleas eran de una brutalidad tremebunda, y todas relacionadas con nuestro país y «su bandera» en pleno apogeo franquista.

Una noche presencié como Pepe, el amarrador, destrozaba sobre un bordillo la cabeza de un finlandés por decir repetidamente: «Spain is shit» (España es una mierda). Ocurrió delante del Bar La Sardina. El Grau en esos tiempos era un auténtico polvorín de carácter internacional. Los bares de las peleas fueron: El Mediterráneo (antigua oficina de José Román), La Picasenta, el Marakay y la Pastaora. Tenía su explicación; estaban pegados a la entrada del puerto y en el interior es donde más aglomeración de gente había.

Una tarde, delante de bar Marakay, un primer oficial alemán tripulante del barco Sloman Hamburg, se acercó muy bebido al portuario Nardo Rabal, tío del famoso futbolista del Grau, y, sin venir a cuento, le espetó en inglés (idioma universal para los marinos): «I dropped bombs here» (Yo lancé bombas aquí), «I was a nazi Pilot» (fui piloto nazi). A la primera hostia le rompió la nariz y todos sus dientes. A la segunda le tumbó en la acera dejándole con graves heridas. El bueno de Nardo acabó en Sete (Francia), donde llegó escondido en un pailebote. Los carabineros aún le están buscando.

Otro caso con gran repercusión fue el del inglés. Este individuo llegó al puerto con su pequeño barco (yatecito) y atracó donde hoy se ubica la Cofradía de Pescadores. Por ley, y también cortesía, todos los barcos extranjeros deben llevar izada en el mástil o en lugar visible la bandera del país que visitan, sabiendo, además, que están bajo su jurisdicción (ley). En algunos casos, por el tema de la bandera, los barcos pueden ser considerados piratas sin estar en el caribe.

Al inglesito no se le ocurrió otra cosa que, después de tener una trifulca en la oficina de Correos del Grau, y al grito de «Spain fascist bastards, sons of bitches…», arriar la bandera y quemarla con gasolina. Eduardo, «el cèntim» que pasaba por allí en su «mariacristina», frenó, bajó y le ostió. Fue detenido por la Guardia Civil y se pasó en la cárcel bastante tiempo. El inglés, no Eduardo que, por cierto, era el suegro del fotógrafo Natxo Francés. Al «guiri» se le juzgó severamente en Madrid. Tan severamente que cuando veía una bandera española la besaba emocionado. La embajada británica no movió ni un dedo en su favor. En Inglaterra lo hubiera pasado peor…

Hasta en el diminuto pueblo de Beniflà de la Safor se atreven a robar la bandera y quemarla sin perrito que les ladre. Es libertad de expresión y además son niños. De ahí Banderas de Nuestros Padres (Flags of Our Fathers) de Clint Eastvood, que no conocí en Almería pero me hubiera encantado. Los caliqueños que fumaba Clint eran de Xella, o eso me dijo Vicente Granero.

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