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Tras la muerte de Dios

Tributo a Diego Armando Maradona en Nápoles

A l rosario de sorpresas iniciado a principios de año se ha sumado la inesperada muerte de Maradona, alias Dios. Desaparece Dios y las masas futboleras se desbaratan, sollozan como en Babilonia se lloró la muerte de Alejandro. La idea puesta en circulación es justamente esa: que Maradona era un genio cuyas debilidades y errores apenas cuentan comparados con su inmensa capacidad creativa, con el fútbol de fantasía que desplegó en los estadios y que ya es patrimonio sentimental de la humanidad, de la historia.

Triste es la muerte de Maradona, como todas, y quizás la vida sería más sombría sin fútbol, sin sus emociones y símbolos, pero las sandeces, la histeria colectiva y la morralla informativa que ha producido esta semana el fallecimiento del futbolista argentino, resultan insoportables. Ni Maradona era un dios ni un genio, sino un jugador de habilidades excepcionales demasiado humano, ni era «el mejor de la historia» (porque Messi ha pulverizado sus registros) ni sumarse a la estolidez universal que ha provocado su desaparición parece muy digno. Incluso quienes estamos a favor no del opio del pueblo sino del opio interclasista sabemos hay que guardar la compostura en los entierros.

Para los aficionados más jóvenes Maradona era agua pasada, como para la gente de mi generación (que es la de Maradona) lo fueron los mitos de sus padres (Di Stéfano, Pelé) y como dentro de unos años lo será Messi. Reconocer, como decía el filósofo Johan Huizinga, el valor primordial del juego, su necesidad e imposible racionalización y que a veces nos hace perder la cabeza, no significa que debamos ser siempre carne de cañón, ni que tengamos aceptar, como algo inevitable o como parte del juego, espectáculos como el funeral de Maradona, que tanto recordaba al de Jomeini, otro mito de los ochenta.

Gustave Le Bon señalaba en La psicología de las masas la importancia social de las ilusiones (ilusiones que la ciencia no puede crear, porque no puede mentir) y que «a los creadores de ilusiones les han erigido más templos, más estatuas y más altares que a cualquier otra clase de hombres». Los altares levantados a Maradona han sido incontables, pero a estas alturas sabemos que las ilusiones sin las cuales, por lo visto, no podemos vivir, para no salirse de madre necesitan tanto de los impulsos y la creatividad de delanteros y medios centros ofensivos como de un contundente escepticismo defensivo. Lo malo es que la vida no suele ser así y, como se ha demostrado sobradamente en este año funesto, resulta cada vez más complicado defender la idea de que es posible mascar chicle y caminar a la vez. ¿Cuántos se contagiaron en Nápoles o en Buenos Aires tras la muerte de Dios? ¿En qué se ha diferenciado el gregarismo futbolístico del negacionismo pandémico? ¿Por qué perder por goleada empieza a hacer furor en las hinchadas, y no solo en las del fútbol, arrastradas por delirantes ideales heroicos?

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