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Lacrimosa

lacrimosa | FOTOGRAFÍA DE RAFA ANDRÉS

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El Réquiem en Re menor, KV 626, la inacabada obra que hizo de Wolfang Amadeus Mozart un mito, la quintaesencia de la música, fue encargada -según la leyenda– por un hombre enmascarado. Personaje que el compositor, ya enfermo, llegó a considerar como el enviado de unas Moiras que estaban a punto de cortar el hilo de su vida y que le pedían desde el Más Allá que escribiera una misa de difuntos para sí mismo. Todo esto aconteció en el verano de 1791 y lo cierto y surrealista es que el enmascarado existió; aunque no era ningún enviado del Ares en realidad, sino algo mucho más prosaico y pragmático. Eso es lo que tienen personajes como Mozart, que, aunque existieron, con el paso de los años ya forman más parte del imaginario fantástico que de la realidad. Pues como les contaba, el enmascarado era nada más y nada menos que el criado del conde Franz von Walsegg, un gran melómano que tenía por costumbre encargar a consumados maestros partituras que luego hacía pasar por propias. Para eso precisamente su sirviente visitó a Mozart, para hacerle escribir una misa de difuntos que sería interpretada en las exequias de la condesa y arrogarse así de vil manera la autoría de la magna obra.

Desgraciadamente, esas visiones espectrales que tenía, lo que preludiaban era su cercana muerte. No pudo terminar la obra que lo elevó a los altares de la música y serían los compositores Franz Xaver Süssmayr, Joseph Eybler y Franz Jacob Freystädtler los que se encargarían de coser todo aquello que el maestro ya había magníficamente embastado. A duras penas, ya que terminar dignamente aquello que comienza de forma magistral siempre conlleva un arduo trabajo de superación que tiene más que ver con la erudición que con la dedicación. Mozart dejó las piezas claves de lo que es el Réquiem y de lo que ya es consumadamente conocido por todo aquel que, aunque a ciegas, se haya acercado a esta obra. Piezas como Dies Irae, Rex Tremendae y Recordae fueron todavía nacidas de forma íntegra del ingenio del precoz músico, mientras que Lacrimosa significó su último suspiro, ya que únicamente tuvo tiempo de componer los ocho primeros compases. Es curioso como la muerte escoge el momento más poético para hacer su única -pero eterna- aparición. En el caso de Puccini, por ejemplo, la Parca le sorprendió escribiendo las notas de la última aparición de Liú en Turandot que, curiosamente, iban acompañadas en el libreto de la palabra «Poesía». En el caso de Mozart, la muerte le pilló componiendo un Réquiem y trabajando en una pieza que, como evidenciará el lector, viene a significar «lágrima». Esa sustancia acuosa, de naturaleza líquida y profundamente salada que nace del alma y viene a morir a los ojos, y que casi siempre va acompañada de esas pérdidas que la razón sabe -mejor que el alma- que serán irremediables.

Los Réquiem se han convertido ya en un canto de despedida. Es una bella forma de irse que todavía no hemos implementado. En esto, en vez de evolucionar hemos involucionado. Antes, en las exequias se cantaba y se componía este tipo de piezas. En esto Haendel fue un máquina. Ahora, salvo desérticas excepciones, hemos vuelto al mutismo y al sermón, sin caer en la cuenta de que nacemos cantando, ¿qué es el lloro, si no?, y que deberíamos irnos así. No es necesario que sea un Réquiem de Mozart o de Gabriel Faure, también lo puede ser Smells like teen spirit, de Kurt Cobain. La esencia aquí es que no se pierda el utilizar la música como atávico para cerrar así un ciclo que, lejos de asociarlo al mutismo y al duelo, lo hagamos a través de un género que, por su naturaleza siempre soberbia, se mantendrá incólume siempre, et seculora seculorum.

Hoy, si la situación sanitaria lo hubiera permitido, habríamos despedido este fatídico año con un Réquiem interpretado por el Orfeó valencià Collegium Instrumentale bajo la dirección de Cristóbal Soler en la Insigne Colegiata de Santa María de Gandia. Lo hubiéramos escuchado de principio a fin. De su nacimiento hasta su muerte, como una perfecta metáfora de aquello que anhela representar, si es que podemos hablar de anhelos cuando de Réquiems va la cosa. Y, curiosamente, habría terminado con las mismas notas con las que empieza. Mozart, poco amante de repetir en una misma obra música ya escuchada, no habría acabado nunca así, pero quizá sus continuadores, con este gesto, lo que pretendieron fue ceder de nuevo la palabra a su maestro y rendirle así un homenaje póstumo. ¿No es la música un ciclo, al fin y al cabo, que se repite perpetuándose?

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