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La libertad iluminando al mundo

la libertad iluminando al mundo | FOTOGRAFÍA DE RAFA ANDRÉS

El 17 de junio de 1886 llegó a las costas de Nueva York la fragata francesa Isère con un cargamento dividido en 350 piezas y separado por 214 cajas. Previamente, ya habían vivido una breve odisea desde París hasta Ruan en tren y desde esta ciudad – la de Madame Bovary- hasta el puerto de El Havre por barco a través del Sena. El cargamento, a pesar de su tonelaje, pesaba más por su simbología que por su material. Se trataba de toda una declaración de libertad hacia un pueblo en el que todo podía ser posible, de parte de otro pueblo tan arraigado al costumbrismo que dichas raíces -sabía sobradamente- nunca le permitirían semejante libertad. Sería un emblema, una estampa. La visión que miles de inmigrantes verían nada más avistar tierra al otro lado del Atlántico en busca de vidas mejores -como miembros de mi familia hicieron- o lo que hacen ahora los refugiados sirios en Europa, por ejemplo. Así llegó la Estatua de la Libertad a Nueva York, candidata hace poco a ser una de las 7 Maravillas del Mundo Moderno por su parecido con el antiguo Coloso de Rodas, pero que por el camino quedó dicha aspiración, como la de la Alhambra.

No deja de ser poético lo que pretendía significar esa estatua y ver si en estos 135 años lo ha logrado. Se supone que si Estados Unidos podía ser la panacea de la libertad era porque una cantidad ingente de sus habitantes había llegado allí huyendo de una Europa un tanto asfixiante, en cierta manera. Esto era óbice para construir un emblema de la libertad y verla representada como una Utopía a la que Europa hubiera podido llegar si se lo hubiera propuesto pero que en quimera quedó por aquella época. Haciendo precisamente este balance es cuando nos damos cuenta de que Estados Unidos representa una libertad cosmopolita por el abanico cultural que engloba pero que, en cuanto a derechos y defensa del estado del bienestar, está a años luz de la pretensión de ser ese Olimpo libertario que pudo haber sido.

Este monumento fue un regalo de Francia y el mismo Víctor Hugo la supervisó antes de su partida. Se hizo esperar, ya que estaba previsto para mucho antes de su definitiva llegada. Fueron las guerras de Sucesión en Estados Unidos – la de Lo que el viento se llevó- y la franco-prusiana – en la que murió el preimpresionista Fréderic Bazille– las que retrasaron la donación. Para su emplazamiento se escogió la isla de Bedloe, una antigua base militar que acogió al fuerte Wood, un antiguo bastión de granito cuyos cimientos en forma de estrella de once puntas sirvieron de base para la construcción del zócalo de la estatua. Como curiosidad, decirle al lector que esta isla siempre ha sido objeto receloso de posesión entre Nueva York y Nueva Yersey, perteneciendo oficialmente a la primera. Algo parecido, salvando la distancia, a lo que ocurre con el Monestir de Santa Maria de la Valldigna sabiendo sobradamente también a quién le pertenece.

La estatua fue obra de Fréderic-Auguste Bartholdi, siendo su estructura interna diseñada por Alexande Gustave Eiffel. Sí, el de la torre. El arquitecto francés Eugène Violet-le-duc -gran historicista- fue el encargado de seleccionar los materiales. Bartholi se inspiró en el rostro de su madre para el de la estatua y en los atributos de la diosa griega Hécate, protectora de los pueblos. Siempre coronada de rayos solares y portadora de una antorcha. La apariencia es clásica (estola y sandalias) con rostro grácil y sereno, muy asemejado al de la diosa romana Libertas también. La corona tiene 7 picos que simbolizan los siete mares. En esta hay 25 ventanas que representan las gemas preciosas que hay en la tierra. En su mano izquierda sostiene una tablilla que evoca el derecho y que tiene grabada la fecha de la firma de la Declaración de la Independencia del país que la acoge: July IV MDCCLXXVI. Al pie de la misma se encuentran cadenas rotas que simbolizan la libertad y toda la estructura se halla orientada hacia el Este, es decir, Europa, con la que Estados Unidos compartía valores y pasado. Precisamente por eso, cada año, el último jueves de noviembre se celebra el Dia de Acción de Gracias. Recreando esas migraciones encabezadas por la del navío May Flower.

Viendo el mundo en el que estamos viviendo nos damos cuenta de que eso de la libertad tiene mucho de palabra y poco de hecho. A muchos se les llena la boca poniéndola en discursos escritos por otros y pronunciándola con una elocuencia que bebe más del sofismo que de la intención de ponerla en funcionamiento. La esencia de ese monumento es buena y el motivo por el que se hizo también. Aunque pocos lo recuerden y sea más objeto en la actualidad de hashtags y selfies barnizados de filtros que de un ideal alcanzable. Lo que ocurrió el otro día en el Capitolio fue un intento de derrocar un gobierno legítimo, y a esto se le llama golpe de estado, y estos ataques, no lo olvidemos, son la raíz de casi todas las guerras civiles. Es el primero que ha sufrido Estados Unidos, un país «supuestamente» garante de la libertad, como muy bien demuestra ese obsequio que Francia le regaló. Aunque, con sus acciones, poco demuestra estar a la altura del presente. Vienen tiempos difíciles para Joe Biden gracias, en parte, a una cantidad importante de población con nula formación intelectual, instigada por líderes reaccionarios nutridos de un odio visceral hacia su misma condición humana. No olvidemos que el populismo ultra es el fascismo de los años 30 del siglo pasado. Instigar, como han hecho los senadores Josh Hawley, Ted Cruz y Ron Johnson es un ataque directo hacia la Democracia y el relato liberal. Y esto solo parece ser el principio. Bueno, mejor escrito, la continuación, porque quien sabe un mínimo de historia sabe que todo es cíclico.

Por cierto, el título del Caligrama es el verdadero nombre de la estatua. Irónico, ¿verdad?

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