Tras el intento de golpe en EE UU, el trumpismo español emprendía rápidas maniobras de distracción. Siguiendo al pie de la letra el manual desestabilizador de Donald Trump, según el cual los hechos, como la inteligencia de los ciudadanos, son despreciables, los partidos y medios de comunicación nacionales que se han pasado un año calificando al gobierno de «ilegítimo» comparaban el asalto al Capitolio con las protestas pacíficas en torno al Congreso a las que hace años se sumó Podemos, y se descolgaban con editoriales edificantes y jeremiadas sobre la fragilidad de la democracia, el valor de las instituciones y la necesidad de preservarlas del «populismo».

Solo un idiota, un trumpista o un reaccionario español puede afirmar que es lo mismo rodear simbólicamente el Congreso (iniciativa cuestionable, pero no ilícita) que asaltarlo violentamente para subvertir la legalidad, como solo un idiota creería que en España los partidos ultras y sus facciones mediáticas son ejemplos de lealtad institucional o de integridad periodística.

Si algo caracteriza al trumpismo es la desfachatez, la indigencia intelectual, la temeridad, la corrupción del lenguaje, el desprecio hacia las instituciones y los adversarios políticos. Ilegítimo, inmoral, comunista, son epítetos que Casado y Abascal han lanzado incesantemente durante doce meses contra Sánchez y el gobierno de coalición.

El estado «salvaje» de la vida pública española, como la calificaba recientemente Enric Juliana, no es casual, sino un escenario creado deliberadamente por las huestes ultramontanas nacionales que mantienen con respecto a las instituciones democráticas posiciones que suscribiría el golpista norteamericano. Ni siquiera una pandemia de alcance mundial sirvió para que el líder del principal partido de la oposición tomase conciencia de la gravedad de la crisis sanitaria, de la importancia del momento histórico y moderase su frenético estilo parlamentario, no muy distinto de las insultantes formas de Trump y las arengas neofascistas de Vox. Ese ha sido el nivel dialéctico mantenido por el principal partido de la oposición, el del viaje al centro, el que se presenta como alternativa de gobierno. A estas aturas, el populismo de Podemos ha sido ampliamente superado por el de las derechas nacionales.

Pero todo esto, triste y sobradamente conocido, es el reflejo doméstico de un problema de más largo alcance: la profunda crisis de las democracias liberales, ya señalada en 2018 por autores como Yascha Mounk en su ensayo El pueblo contra la democracia, uno de los más lúcidos pronósticos de lo que ocurrió el miércoles en el Capitolio, un episodio que no es -decía el autor germano-estadounidense esta misma semana– sino el principio de una larga guerra entre la democracia y el populismo que no ha hecho más que empezar. En su libro Mounk recoge una serie de datos que explican la amenaza de quiebra democrática en EE UU confirmada ahora no solo por los acontecimientos del Capitolio sino más alarmantemente por las encuestas que señalan que un 45% de votantes republicanos los aprueba o no los condena. Advertía Yascha Mounk hace un par de años de que «el declinante apego a la democracia está haciendo también que los estadounidenses estén más abiertos a alternativas autoritarias. En 1995 solo uno de cada dieciséis creía que los regímenes militares son un buen sistema de gobierno: hoy es ya uno de cada seis». Probablemente sean más. Pero la peor noticia es que para Mounk el «trumpismo» lejos de ser solo un fenómeno norteamericano ligado a un caso particular o una desgraciada contingencia histórica se inscribe en un contexto más amplio y conocido, «el de los populistas de extrema derecha que se han estado fortaleciendo en todas las grandes democracias», lo que los convierte «a todos ellos en un peligro para sus respectivos sistemas políticos de un modo sorprendentemente similar en todos los casos».

Por las especiales características de la española democracia y el formidable lastre de no haber contado nunca con una derecha liberal, esos elementos comunes han despuntado a lo largo de la pandemia con especial virulencia acompañados de la tradicional morralla patriotera: desde el obstruccionismo parlamentario consumado en nombre de la moral por el partido más corrupto de Europa hasta el militarismo nostálgico más cutre de Occidente, que incluso en la jubilación se cree llamado a velar armas por el ser y la unidad de España.

Ahora, contra toda evidencia, los compañeros de viaje del trumpismo pretenden convencernos de que el peligro para la estabilidad democrática no son ellos sino Podemos, y por extensión el gobierno del que forma parte. Hay que ser realmente estúpido para creerles, pero parece que más que el género tonto, lo que abunda a este lado de Europa es la vileza.