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Ringstrasse, 36

Ringstraße, 36 | FOTOGRAFÍA DE RAFA ANDRÉS

Con esa fuerza gravitacional que únicamente el polvo es capaz de atraer, cada Hanukkah se llenaba de pequeñas partículas incandescentes el gran salón de la familia Levy que tenía en el número 36 de la Ringstraße de Viena. Muebles macizos de roble procedente del bosque de Sandstein-Wienerwald , apenas ennegrecidos por ese proceso lento pero constante que cede el tímido sol austríaco y que ha tatuando poco a poco su piel. Piel, por cierto, que cada tercer jueves de mes Ester Levy se encargaba de encerar con aceite de almendras y luego oscurecer con betún de Judea y así acrecentar el retraído trabajo que el sol a medias dejó.

Esa tradición, como tantas otras, formaba parte de los hábitos de los Levy, una familia que, según la Torah, procedían del tercer hijo de Jacob. Con los años, la religiosidad se fue evaporando en la noche de los tiempos, pero la identidad judía ashkenazi, en vez de disiparse, cada vez se aferró más. Por esa razón, puntualmente, vestían cada año el gran salón para celebrar la Hanukkah. Rebecca Levy, la matriarca, recibió como regalo de bodas de su madre un viejo arcón de madera trabajada y fina filigrana junto con una menorah de siete brazos bañada en bronce. Cada uno de ellos con una especie de medio arabesco/media trepadera que se abría hasta la mismísima candela. El pie, de tres peldaños, mostraba una estrella de David que se iba abriendo y cerrando en cada una de las intersecciones. Era bello ese salón, agradable a la vista, pero suntuoso en demasía para aprovecharlo cada día. Por esa razón, sólo para las ocasiones especiales era abierto. Eso hacía de él un lugar misterioso, mágico e, incluso, místico. Cuando los pequeños de la casa -Abraham y Akiva- jugaban, no podían evitar entrar a hurtadillas en aquel pequeño reino e imaginar las historias más ilusorias que su ingente imaginario infantil creaba sin esfuerzo. Esa es la atracción que siempre nos ha causado lo desconocido, ¿no es así?

De las paredes colgaban unas obras de Camille Pissarro que el padre, Adael, había conseguido en una subasta parisina en el otoño del 32, pues él era marchante, pero poco servía para su oficio ya que, gran amante del arte como lo era, pocas veces podía vender aquello que anhelaba tener en su casa. Aquel Hanukkah, la obra St.Honoré, aprés-midi, effet de pluie del impresionista francés se hallaba tenuemente iluminada por la última de las velas de las menorah, cuya forma proyectaba un juego de sombras que como una danza trepaba por el lienzo. Fuera, haciendo gala a la pintura, una lluvia resbalaba por las calles vienesas, una lluvia que en su compás poco tenía de vals y mucho de marcha militar. Ester Levy recogía la bandeja de plata -herencia de la bisabuela Judith- con los pedazos de la chebakia hojaldrada cuyos ingredientes a duras apenas había podido conseguir a causa de las restricciones a la comunidad judía. Ni los niños terminaron las migajas de aquel paraíso agradable a cualquier paladar. El ambiente estaba cargado y no era precisamente por ese denso olor a madera añeja que desprendían esos muebles encapsulados gran parte del año.

Cuando terminó la jaculatoria que el abuelo Moshé recitó delante de la menorah, más de memoria que por propia devoción, justo en el instante en que la familia Levy pronunció al unísono «Shema Israel», como esperando de forma protocolaria el culmen del último suspiro, la Gestapo entró de un portazo en el número 36 de la Ringstraße de Viena. La familia no se movió del salón. Adael Levy se sentó en el piano y tocó las variaciones Goldberg de Bach. Cuando llegó a la nota catorce los cinco policías abrieron el salón.

Los Levy sabían que ese momento iba a llegar. Por esa razón, en vez de esconderse, celebraron la Hannukah porque, en el fondo, sabían que era inevitable huir del destino. Impasibles, sin resistencia, con movimientos articulados y programados, hasta los niños bajaron en procesión hasta una calle anegada de agua por ese ejército de lluvia que no solo caía del cielo.

A los Levy por delante les quedaba todavía nueve días de viaje en tren, en un vagón de ganadería, con ciento veinte judíos más. Llegarían al este, a Polonia. Concretamente a Katowice, en la alta Silesia. Donde el tren les dejaría en el campo de Birkenau. Ester, Moshé y Rebecca no llegarían a conocer Auschwitz ya que el doctor Josef Mengele los llevaría directamente a los crematorios. Adael y los niños –preadolescentes y sanos- irían al campo de trabajo. Allí leerían antes de entrar «Arbeit macht frei»: el trabajo os liberará.

Adael tenía cogido en cada mano a cada uno de sus hijos. En la derecha al primogénito, Abraham, y en la izquierda al benjamín: Akiva. Intentaba no transmitirles miedo a sus hijos, pero estos ya temblaban como témperas. Lo único que les dijo antes de traspasar aquel umbral de muerte fue que imaginaran un lugar bello, cálido y feliz y que no le hicieran caso a la vista, que, aunque vieran desesperación en su entorno, que fueran sus mentes las que dominaran las sensaciones que tenían que transmitirles a sus cuerpos. Abraham y Akiva al unísono pensaron en el mismo lugar, en ese salón de madera de roble de la calle 36 de la Ringstraße de Viena con las obras de Pissarro colgadas de la pared. Sería el último pensamiento que tendrían, el que les hizo verdaderamente libres durante ese breve viaje que fueron sus vidas.

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