Era atractiva y lo sabía. Su tez era firme y tenía unas delicadas manos tan aterciopeladas que parecían talco al tacto. Su acento tenía reminiscencias argentinas que le otorgaban una cierta candidez a todo el odio verbal que durante su vida fue profanando. Tal vez por esa belleza incierta nunca tuvo vocación, y simplemente, se dejó arrastrar como una más del rebaño de monjas que formaban la comunidad de San José de Montgay. El nombre que escogió como religiosa fue el de una heroína francesa, mostrando así su inclinación bélica hasta en los más nimios detalles de la convivencia cotidiana. Heroína francesa a quien nombró mártir Calixto III, por cierto, aunque poco sabría ella de estas efemérides.

Aquella mañana las niñas guardaron un ayuno severo que, sumado a la escasa alimentación que tenían, incrementaba las dolencias e infecciones que por aquellos tiempos campaban a sus anchas. La higiene era escasa. Una braga semanal que, si era ensuciada por su portadora, se le castigaba a llevarla en la cabeza como si de un sambenito se tratase durante largas horas en una especie de procesión penitente de remisión de los pecados. El resto; a rezar en latín y bordar iniciales. Las únicas actividades que les servirían en la vida. La primera para salvar sus cándidas almas, imagino, y la segunda para fabricar dotes, así cuando cuando el yugo de las monjas sanase viniese el de los maridos. Aprender a leer y a escribir no servía para nada. Incitaban al desorden moral y a la anarquía de pensamiento. Exceptuando, aisladamente, alguna que otra vida de santo que intentaban meter a cincel en el poroso cerebro de esas niñas que no llegaría, la más mayor, ni a los diez años. Esos ayunos anclaban en la tripa y debilitaban todavía más unas piernas que más que a la piel parecían amarrar al mismísimo hueso.

Pilar y Teresa así llevaban desde la noche anterior. Ambas hermanas tuvieron que aprender a vivir sin la calidez materna que, por aquellos tiempos, se encontraba en París intentando sacar adelante una amplia familia, diseminando cartesianamente a parte de su estirpe para que pudiera sobrevivir. De forma aislada, a las niñas, les llegaban dulces de Francia, esos Saint Honoré tan deliciosos que nunca probaron y que, muy probablemente, se encontraban haciendo la digestión entre Hostias Consagradas en la tripa de la benevolente Superiora después de sus copiosas comidas. Aquel día Pilar llevaba su braga en la cabeza, como de costumbre. Era demasiado pequeña para entender que las necesidades humanas se deben aguantan, y que si uno quiere mear no lo puede hacer, además de entender que era prácticamente imposible que una niña de cinco años mantuviera intacta una braga durante siete días. Estos actos le merecieron otra paliza, de esas que se clavan también en el alma. Porque esas manos que parecían talco al tacto, cuando pegaban, se tornaban hierro. Teresa, al ver a su hermana, no lo pudo soportar y se escapó dispuesta a ir a la ciudad y contar todo lo que pasaba en aquel sitio, ya que esa paliza era, al final, la gota que colmó el vaso de todas las barbaridades que les hicieron. Las monjas, en séquito y escandalizadas, llevaron a Pilar a la capilla para que rezara por el alma perdida y descarriada de su hermana, condenada irremisiblemente a los llantos del Infierno por esa rebeldía que le florecía de dentro. Finalmente, la encontraron perdida entre la pinada que separaba la urbe del orfanato y la castigaron severamente por su indisciplina. Pilar, con la cara todavía inflamada, lloró por su hermana. Después de esto la madre se tuvo que llevar a Teresa ya que la Superiora no la podía controlar y Pilar se quedó sola, completamente sola. Le esperaban unos años por delante arduos que para siempre marcarían su vida, ya que aquello que te ocurre en la infancia se perpetuará hasta la muerte. La Superiora, esa mujer nacida de las entrañas de ese mismo diablo al que tanto pavor le tenía, dominó con mano firme un lugar que fue el destino de muchas muchachas durante los años 50 y 60 del siglo pasado en un país dominado por el nacionalcatolicismo en el que el dictador se paseaba bajo palio y en el que de milagro no instauró a perpetuidad la misa tridentina. Así fue como esta mujer llegó a una especie de auspició infantil en una época todavía marcada por la postguerra y oprimida por un hambre general que obligaba a muchos a emigrar hacia Francia y dejar a sus hijos al amparo de estos centros. Centros en los que únicamente debía reinar la paz y sosiego para esas desamparadas niñas que ya bastante cargaban con la lejanía de sus familias. Por suerte, no todas las religiosas bebían de su mismo odio y las hubo de buenas y bondadosas, de esas que realmente eran temerosas del Dios al que le rezaban y que procuraban el bien para su comunidad y, sobre todo, para las niñas que estaban a su cargo. Tal vez gracias a ellas, las vidas de estas niñas tuvieron algún momento de felicidad.

El Caligrama de hoy se lo dedico a Teresa por haber tenido las agallas de enfrentarse al mundo y clamar justicia, a Pilar por haber aguantado estoicamente una infancia que ningún niño hubiera merecido y a las hermanas San José, Celina y Susana, (e.p.d) por repartir amor entre tanto odio y haber sido buenas mujeres y cándidas con las niñas que tuvieron a su cargo, teniendo en contra la adversidad de su Superiora.