humorismos
J. Monrabal
Probablemente la condena por la Audiencia Nacional al rapero Pablo Hasél a dos años y un día de prisión obedezca a las razones que el escritor Juan Benet apuntaba hace más de medio siglo en un texto fatalmente olvidado, La agonía del humor, en el que daba cuenta del pésimo estado en el que, al menos desde los años treinta del siglo XX, se encontraba el humor español. Si Benet estaba en lo cierto al recordar que el sentido y la capacidad de humor indican el vigor moral de una cultura, vamos ya camino de un siglo sin humor, de cien años de pomposidades y suficiencias sin maldita gracia, de fraudes, autoengaños, simulacros y sucedáneos de humor que ahora nos impiden advertir, por falta de sentido del ridículo, lo grotesco de que los tribunales condenen a dos años de cárcel a un rapero por decir en Twitter no sé qué, por cantar cosas que solo escandalizan a la justicia española. Una estampa que recuerda a aquellos avisos que en los bares del franquismo acumularon indeleblemente el polvo y el paso del tiempo sin ser movidos nunca de su sitio ni quebrantados: Se Prohíbe Cantar.
Hoy no solo sigue siendo arriesgado decir o cantar según qué cosas, por nimias que sean (la Ley Mordaza sigue en pie) sino que vivimos una época tan malaje y confusa que remite a otro rótulo, también de los años gloriosos, que casi vale por una docena de estudios sociológicos sobre la realidad del país: Se prohíbe jugar a pelota, con pelota o sin ella.
A la sombra de la secular sequía humorística y de la vigencia de imperativos predemocráticos amparados por la legalidad o rescatados como sanas costumbres españolas, el humorismo, como el fondo de tolerancia que necesariamente le sostiene, parece haberse quedado sin espacio social, mientras, por otro lado, hasta el último mindundi se siente facultado para mostrar su irritación ante provocaciones imaginarias, para correr a los juzgados a denunciar algo o a alguien o proclamar entre ahogos y sofocos que, empezando por el Gobierno de España, hay cosas que no pueden consentirse. Sobre el dogma de «lo que no puede consentirse» se han creado diversas corrientes de pensamiento subnormal –en la política, en los medios de comunicación, etcétera– que, en un país tan poco humorístico, no cesan de ganar incondicionales, pues no necesitan justificarse más que en la mala sombra.
Si, como decía Juan Benet, el humor «es una modalidad muy refinada del conocimiento crítico que necesita, para desarrollarse, el campo más fértil y valioso de la persona: la voluntad de conocer, la audacia, la sinceridad, la objetividad, el sentido de la elegancia y del ridículo, la rectitud de conducta y la independencia moral», nuestro futuro no parece muy prometedor. Más que a la fina ironía, a lo que se tiende aquí es a la irrisión, más que el conocimiento se reivindica el prejuicio, más que la rectitud de conducta o la elegancia o la inteligencia lo que se abre paso con éxito es la sordidez, más que la audacia lo que triunfa es la chulería, y de la sinceridad ni hablamos.
Cuando la Audiencia Nacional toma en serio las provocaciones de un friki y las condena con penas de prisión; cuando otro rapero tiene que fugarse a Bélgica para no acabar en el trullo; cuando tantos rozan la apoplejía si se les recuerda que no es normal que Puigdemont se encuentre exiliado, o ven la cárcel como un escarmiento necesario para otros políticos catalanes y para quienes les votaron; cuando revistas de humor son condenadas a fuertes multas por atentar contra el honor de toreros; cuando solo se permite a exaltos cargos del Ejército jugar a la pelota; cuando la mitad de los ciudadanos desconfía de la justicia española; cuando Amnistía Internacional tiene que recordar los excesos de la condena a Hasél, a quien ser un necio no le convierte necesariamente en subversivo ni en un peligro para el Estado; cuando todo eso empieza a ser moneda corriente y no una señal de alarma, ¿por qué debe extrañarnos que el sugestivo proyecto de vida en común del que habló Ortega ni siquiera se vea en el horizonte más lejano porque, como el sentido del ridículo nacional, ha fracasado?
También podríamos haber reducido al tal Hasél a su insignificante tamaño real, o simplemente haberlo ignorado, como sin duda merece semejante pelmazo, ahora elevado por la Audiencia Nacional a mártir de la libertad. También podrían los magistrados de la Audiencia haber velado por la cuota de tolerancia necesaria en toda democracia no simplemente nominal, o haber previsto la reacción social ante sentencias que no ayudan precisamente a recuperar la confianza en la justicia. También podría haberse evitado que una bala de goma dejase tuerta a una mujer, unas cuantas ensaladas de hostias y algaradas callejeras y que el espectáculo de la mala follá nacional, la verdadera marca España, volviese a ser noticia en los países civilizados.
Son estos disparates los que nos llevan a percibir a algunos órganos jurisdiccionales como Baroja describía a cierto personaje: «Tenía un aire clerical y, al mismo tiempo, de clown». Comparación que también podría considerarse punible en un país que sobre el humor sigue acumulando la cartelería disuasoria, el ridículo y el polvo de siempre.
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