absorción

J. Monrabal

Los sutiles cambios del lenguaje político normalizan lo extraordinario. Por ejemplo, últimamente se habla mucho, y con toda naturalidad, de la posible «absorción» de Cs por parte del PP, una eventualidad que si algo pone de manifiesto es la debilidad de las ideologías (o si se quiere, los principios o, si se prefiere, de los programas electorales) ante estrategias tan urgentes como descaradas. El maquiavélico grito que se escucha en sordina tras la palabra «absorción» es el de: «¡Son las estrategias, imbécil!». ¿Qué no se sacrifica hoy en el altar de las estrategias?

Tras el desastre sufrido en las elecciones catalanas por el PP y Cs no es que, de repente, se hayan abandonado las formas, es que ha cundido el pánico justamente entre quienes permitieron la llegada de los neofascistas a las instituciones por razones también entonces consideradas estratégicamente convenientes. Fracasados los intentos de derribar al gobierno en plena pandemia por tierra, mar y aire, ha llegado el momento de la absorción, de la fusión, de aunar esfuerzos, de remar juntos en la misma dirección (ese es el tono de los discursos emergentes desde hace meses), y puesto que no hay que andarse con medias tintas ni paños calientes algunos hablan ya, como ante una junta de accionistas, de la «rentabilidad» que a corto plazo supondría una medida que de aplazarse daría resultados menos productivos.

Ese lenguaje, propio de las expectativas de una fusión bancaria, no es tan extraño si se tiene en cuenta que Cs fue en muchos sentidos un producto bancario lanzado al mercado político nacional con resultados más que satisfactorios. Una vez amortizado, lo que impone la lógica financiera es reemplazarlo por otro igualmente sugestivo, como en su día lo fue el «regeneracionismo» o el «liberalismo» del partido de Albert Rivera bajo el patrocinio de banqueros que proclamaban pública, cínica, estratégicamente: «necesitamos un Podemos de derechas». Y, claro está, lo tuvieron, porque nada escapa a los designios de la ingeniería social cuando lo que está en juego es el porvenir de España.

Por lo demás, ¿por qué no van a cambiar nuestras costumbres democráticas como han cambiado las de los bancos? Antes los bancos nos compensaban simbólicamente con algunos céntimos por confiarles nuestros ahorrillos, pero hoy nos hacen pagar por lo mismo y todo va como una seda, así que, ¿qué hay que temer de la soberanía nacional cuando se ha demostrado que, en los momentos decisivos, se la puede torear hasta de espaldas? David Jiménez, el efímero director de El Mundo destituido por querer hacer periodismo, dice que en España el poder real lo detentan unas cien personas. Pasan los gobiernos, los presidentes, las épocas, pero ellas siguen ahí, sucediéndose a sí mismas, velando entre bastidores por los intereses de España. Y así, de la misma forma que ayer se puso en funcionamiento un partido instrumental improvisando una ideología de garrafón para intervenir el mercado político nacional, hoy se hace necesario emprender la liquidación de Cs por las mismas razones estratégicas.

Incluso en Gandia pueden verse reflejos de una situación predecible ya desde la dimisión de Rivera. A Pascal Renolt su partido le ha abierto un expediente disciplinario por razones que no han trascendido pero que a estas alturas dan exactamente igual porque, ¿a quién le importa ya Cs con todo el pescado vendido y sin otra cosa que ofrecer que raspas, morralla y un ideario tan inverosímil que seguramente hoy le produce risitas hasta al mismo Albert Rivera? Con razón, según se ha informado, Renolt ha corrido a enterarse de qué pasará con su sueldo si las cosas vienen mal dadas y acaba inaugurando el grupo mixto municipal. Son escenas cómicas que no se producen en los partidos con futuro.

Cs cumplió una función histórica como dispositivo creado por las elites extractivas para corregir derivas electorales que libradas a su propia inercia habrían producido resultados indeseables. La «operación Rivera» fue un éxito, pero hoy Cs carece de sentido en el mercado político nacional. No por razones ideológicas, que nunca han existido en ese partido más que como música celestial, sino porque ha llegado el momento de aceptar que, como dijo el viejo Lincoln, se puede engañar a todo el mundo algún tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo.

Pero, desafiando a Lincoln, Cs aún puede prestar un último servicio a los centros de poder. Más pronto que tarde, con los gritos y las banderas de rigor, nos van a vender la idea de que es necesario aunar esfuerzos para consolidar el «amplio espectro del centro derecha», como ayer nos vendieron la moto de un «centro moderado, europeo y liberal». Son estrategias, negocios, también conocidos con nombre de democracia, y cuando se perpetren, el periódico del que fue despedido David Jiménez, titulará, quizás bajo la foto de un Rivera exultante, rescatado para inmortalizar ese momento histórico: «Triunfo de la regeneración política en España».

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