Considero la república como una forma de organización de gobierno superior a la monarquía, ya por el simple hecho de que se dignifica, se otorga responsabilidad temporal por mérito, por acuerdo, si quieres por mera negociación, frente a motivos tan injustificables como pertenencia a una estirpe, una familia, una saga que por sangre, matrimonio o designación «divina» es la elegida para la jefatura de un estado. Incluso se suele acompañar de privilegios que resultan del todo inasumibles.

En nuestro caso actual, por ejemplo, el debate sobre inviolabilidad se ha visto claramente sobrepasado por el mismo curso vital del protagonista.

Sobre la segunda república en concreto, en la escuela franquista donde me crié, su estudio me fue escamoteado, y aprendí más de los Reyes Católicos o de la España musulmana «reconquistada» (vaya chute de adoctrinamiento) que de los años que precedieron a la dictadura cuyos últimos coletazos marcaron mi infancia y adolescencia.

Según me cuentan esa carencia está casi resuelta, y los estudiantes actuales se aburren igual en clase de historia con Juana la Loca que con Niceto Alcalá Zamora. Genial.

El estudio y la lectura de esos convulsos años de la segunda república me sirven principalmente para asimilar algunas enseñanzas:

El principio de respeto democrático, de soberanía popular, de progreso, no puede ejercerse si no se viste de sinergia, de empatía, de colaboración, de solidaridad.

Ceder para avanzar, esforzarse en comprender, evitar urgencias y decisiones en circunstancias de presión, rechazar odios, revanchas, venganzas, ajustes de cuentas.

Cuando se alcanza el poder, lo primero a trabajar es cómo conseguir que los que no tienen ese poder no se conviertan en enemigos que dediquen toda su energía en poner palos en las ruedas, entorpecer, boicotear, enfrentar o radicalizarse, o en planificar las «rectificaciones» o, peor aún, los golpes de fuerza o de estado.

Es imprescindible comprender que no van a desaparecer, que hay que gobernar para ellos también, y que normalmente son un tanto por ciento elevado de vecinos… así que no se les puede tratar como si no existieran, ignorarlos, o simplemente someterlos. Eso no se puede sostener.

Nadie pide renunciar a lo conseguido en las urnas, a tu programa, a tus ideales, sino modelarlos para que el contrario, el adversario o simplemente el que quiere una vida diferente no se encuentre bajo tal presión que explote.

El «trágala», no va conmigo.

Durante aquellos años donde un país se acostó monárquico y se levantó republicano, a mi entender se pretendió correr.

Es difícil que un elefante en una cristalería, como era la Iglesia Católica que pregonaba derechos divinos o imprescriptibles, saliera ordenadamente sin romper parte del mobiliario. Y resultó no ser una salida suave, sino una embestida.

O que una «tradición» de abuso de poder de las clases privilegiadas, de los monárquicos, de las derechas más recalcitrantes fueran descabalgadas de manera abrupta sin una reacción violenta. Eso no suele dejarse pasar por quien ha tenido el látigo en la mano y el arma en el cinto.

Es necesario acabar siempre con la injusticia, el abuso, la ilegalidad, pero la forma de hacerlo ha de ser inteligente, minimizando riesgos de respuestas agresivas, calculando ventajas e inconvenientes o mejor aún oportunidad y momento.

No se puede arriesgar un éxito electoral por una urgencia legislativa que provoque errores de comprensión por quien estaba desesperado, y se produzcan excesos.

La izquierda tiene una asignatura pendiente, la colaboración, la sinergia, la participación.

No soy historiador ni político, y mi conocimiento del tema es tan limitado que solo puedo aportar un punto de vista personal, condicionado por mi ignorancia y mi propia personalidad, pero creo que la segunda república es un momento histórico a repasar para evitar errores y afianzar aciertos.

En cuanto a la memoria histórica cabe decir que se ha jugado sucio durante algunos años manteniéndola sin dotación, y resulta imprescindible resolver, sin rencor pero con justicia, lo sucedido.

Que se apropió, que se inmatriculó, expropió, o directamente se robó. A quién y de qué manera se juzgó y se ejecutó o asesinó. Dónde y de qué manera se le dio sepultura o se profanaron sus restos, olvidándolos en lugares sin respeto, sin poderse atender ni honrar.

La memoria histórica rechaza el odio, la venganza, el ajuste de cuentas y de manos de historiadores se dedica a la reparación, a la información, a resolver cuestiones de historia.

Avanzamos, despacio, pero con paso firme, con procesos que ya nadie puede parar. Lo importante es que las heridas cicatricen sin infección de odio.