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notre dame

Aquel verano de 1831, ese París centrífugamente movido por un contexto postexaltado de revoluciones y guerrillas amaneció viendo plasmado en la permanencia escrita del papel esa leyenda urbana que igual se transmitía en círculos intelectuales como en joglarescas tabernas. Víctor Hugo le dio identidad a un hecho que más se acercaba al mito que a una vivencia contrastada y así, sin apenas percibirlo, elevó aquella catedral situada en la ille de cité al rango de dama para los más conservadores y de diva para los más descarriados fans de la sonámbula nocturna.

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Nuestra Señora de París se imprimía para, una vez por todas, darle texto sacro a esa confesión profana que se había formado entorno a Quasimodo, Esmeralda y Febo de Chateaupers. Dándole vida a estos frutos eminentes del imaginario social, poco a poco, Notre Dame se convirtió en ese camino de peregrinaje obligatorio más objeto de la mística literaria que de la visión artística que su obra requiere o la devoción católica de la que realmente es sustancia.

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Luego vino Disney, y, como todo lo que toca Disney, simplemente va puliendo a base de vhs’s cíclicos y un cuidadísimo merchandasing, un subconsciente que, como todo aquello que cala en la infancia, de por vida dura. La prueba es fácil: aunque el nivel de francés sea inexistente para una gran masa de la población, uno sabe tan cierto que Notre Dame es Nuestra Señora como que oui es sí. Con eso basta para defenderse y llegar a uno de los recursos turísticos más visitados de todo el mundo.

Siempre escenario donde trípodes, selfies, pedidas de mano y luchas fotográficas entre canonistas y nikonistas se da lugar para inmortalizar también en la letargia del retrato y la memoria colectiva la esencia de Notre Dame que, si todavía no la ha percibido el lector, siempre está dispuesta a sorprender.

Así fue como, envuelta en ese halo de misticismo que siempre la ha acompañado, un Día Mundial del Arte se prendió fuego casi por generación espontánea, dándole al mundo entero un espectáculo artificial que acoplaba simbióticamente la desgracia de los sensibles al arte, la maldición de los más devotos y la morbosidad de los totalmente profanos a anteriores conceptos.

Esa fauna que acompaña a Notre Dame es el mayor vocabulario de una Europa que ha crecido siempre al amparo de la fantasía mítica. Sabemos que la Seu de Gandia tiene gárgolas porque las asociamos a Notre Dame, y no viceversa, que sería lo de mayor lógica estando la Colegiata a escasos metros de nosotros.

Pero Notre Dame, simplemente, ha sido el referente de la arquitectura que puebla el contexto geográfico en el que nos hemos criado. Una Europa católica que sembró naves, torres y arbotantes por doquier, grandes construcciones que prefiguraban la Jerusalén celeste e intentaban llegar al mismísimo cielo. Guardianas ellas, de un endogamismo religioso que no se lo pensó dos veces cuando decidió amputar otra confesión que tuviera tintes de herejía para su propia ortodoxia como lo fue la islámica en su momento o la judía el otro día.

Pero Notre Dame de París y su cohorte, siempre silente, testimoniarán un pasado y preludiarán un futuro del que siempre tendremos constancia a través de la letra escrita y de la visión que la «purificación» del fuego nos han dejado.

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