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Auir

auir | FOTOGRAFÍA DE RAFA ANDRÉS

El año que cursé segundo de bachillerato significó una línea de transición importante en mi vida. Aquel mes de junio no pude hacer el selectivo porque recuerdo perfectamente que cuando mis compañeros estaban haciendo la prueba de Lengua Castellana yo me encontraba en el quirófano del desaparecido San Francisco de Borja. Aquella mole grisácea, setentera, que marcaba los límites de un todavía paseo de las Germanías anodino para muchos. Nada grave fue aquella operación, la verdad, pero sí que me llevó unos días de convalecencia. Frente a mí, se presentaba un verano en el que debía escoger detenidamente qué futuro era el que quería. Años atrás barajé el Derecho y las Ciencias Políticas, pero las clases magistrales de Consuelo Cortell en el instituto María Enríquez me hicieron cambiar de idea. Un día le pregunte: ¿quién fue esa María Enríquez? A lo que me contestó que no nos podíamos permitir el lujo de ir de paletos por la vida. Frase sentenciaria y lapidaria que me tomé al pie de la letra y que no únicamente me hizo adentrarme en el universo Borja, del cual todavía no he salido, sino que también me alentó a dedicarme a la Historia.

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Fue durante ese verano postoperacional precisamente, nutrido de largas caminatas reflexivas acompañadas de un aumento significativo de mi preferencia por la música francesa, sobre todo la de Hervé Vilard, cuando conocí la playa de l’Auir. Puede parecer una barbaridad esa afirmación que les estoy escribiendo, pero era así, no tenía ni idea de su existencia. Mi infancia se limitó a la Platja Nord y al entorno bucólico de la desaparecida Alquería d’Oller. Muy cercana a ella mi padre regentaba el restaurante Les Foies junto con Andrés Berzosa. En ese mismo caserón tapizado de matojos y ensombrecido por la proximidad del colegio Calderón pasé agradables ratos, siempre arrimado a una balsa de riego que se extendía paralela al caminal que conducía hasta la misma construcción. Les vengo a decir esto porque las referencias que tenía de otra playa virgen eran nulas por aquellos tiempos.

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Aquel verano, con carné recién estrenado, bauticé el hábito de caminar por la orilla del mar y fue cuando me encontré con l’Auir. Su arena es dorada y el viento que la mece delicadamente va formando las dunas que las delinean. Era un paraíso que todos los días, con sosegada pausa, me ayudaba a reposar los contenidos que la Selectividad -paciente pero severa- me requeriría en septiembre.

Poco tiempo después, siendo ya oficialmente estudiante de Historia, fue cuando ese magnífico paraje se vio amenazado con la total impunidad que el desconocimiento político es capaz de perpetrar y que tantas veces en la historia nos ha demostrado. Corría el año 2015 cuando se hizo una llamada colectiva a la confección del llamado «Poema d’amor a l’Auir» que oficialmente se presentó en el paraninfo de la Universitat Politècnica de Gandia. Un grupo de poetas, alternando la estrofa «No ho sentiu?, no sentiu con batega l’Auir?», le fuimos dando forma a esa delicada composición que, entre metáfora pura, reivindicó a través de la palabra la necesidad de preservar ese lugar único.

El tiempo ha ido pasando y parece ser que l’Auir continuará incorrupto. Desde entonces, con cuidada liturgia, intento rememorar cada verano aquellas caminatas. No son tan asiduas, lo reconozco, pero yo tampoco soy el mismo. A pesar de los cambios, totalmente necesarios y justos en nuestro desarrollo, reconozco que ese lugar me ayuda a mantener firmemente la esencia de aquello que quiero perseguir y que, cuando vislumbro el desistir -inevitable muchas veces- me da la fuerza justa para seguir.

Creo que un sentimiento así, totalmente compartido, fue el que hizo capaz de crear algo grupal tan bello como el poema de amor a l’Auir.

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