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allahu akbar

allahu akbar | FOTOGRAFÍA DE RAFA ANDRÉS

Dicen que en Estambul hay una mezquita por calle, eso significa que estamos hablando de unos 2.500 centros religiosos que los más de 15 millones de musulmanes que por allí existen llaman «camii». La mezquita de Faith fue la primera construcción de esta tipología que vio salir de sus entrañas la antigua Constantinopla, iniciada en el año 1453, justo después de su caída en manos de Mehmed II, Süleyman Baltoglu y Zaganos Pasha. Al otro lado, Constantino X, el último en darle nomenclatura a ese pedazo de tierra rajada por dos continentes. Algunas de las iglesias y monasterios de la época bizantina fueron usados como protomezquitas para así dar posada a las necesidades religiosas de esa incipiente población musulmana que como mancha aceitosa iba adentrándose en una Europa feudal que, si no hubiese sido por el papa Calixto III, hubiese llegado hasta la mismísima Viena. Imagínense, esa Europa de las catedrales que tantas estampas vende al turismo, picada por minaretes que hubieran dibujado un paisaje exótico claramente diferenciado a todo aquello que ahora testimoniamos. En síntesis, bello de igual manera. Volviendo a Estambul, una de las conversiones arquitectónicas más notorias fue la del templo de la Sagrada Sabiduría. Desde entonces, custodiando la soberbia cúpula que mandó vertebrar Ictino de Trayes e Isidoro de Mileto, vemos cuatro minaretes que testimonian que nada hay escrito en cuando a evolución humana se refiere, y como evolución, más que en su concepto darwiniano, aquí la tenemos que emplear como progreso sociológico y en eso, la religión, ha sido motor de cohesión y restablecimiento mutuo de cualquier civilización. Esos cuatro cipreses de piedra que vigilan Hagia Sofía ya son un emblema nacional turco y arqueología social pura, donde los estratos humanos pesan más que los mismos sedimentos que uno se puede encontrar por el suelo.

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A pocos metros de este epicentro histórico, nunca mejor dicho, se encuentra una torrecilla cuya cima parece más bien de cuento por esa iconografía que Disney tan amablemente nos ha metido a cincel a base de películas remasterizadas. Les hablo de la Galata Kulesi, al norte del llamado Cuerno de Oro: que es el estuario a la entrada del estrecho del Bósforo que divide Estambul en dos zonas. Pues bien, la torre de Gálata es una construcción medieval mandada levantar por los genoveses para controlar el extremo septentrional de la gran cadena que cerraba por mar –como leen, cadena- la entrada a la ciudad. Es desde aquí precisamente, sobre todo cuando llega el atardecer, el momento tal vez de mayor sortilegio del lugar, cuando se produce la quinta llamada a la oración -conocida como adhan- desde las miles de mezquitas que como una pléyade se reparten las calles de Estambul. Es desde la torre Gálata donde uno puede escuchar cómo esas plegarias se elevan a un mortecino cielo cariado de rosáceos que preludia la noche de los tiempos. Todas las mezquitas, al unísono, con las voces diastémicas de los almuédanos, orquestan algo tan antinatural como la confesión religiosa pero que ya tenemos tan adherido como la mismísima carne.

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Estambul en realidad es un sueño. La Tierra, como planeta, abarca cantidades inconmensurables de territorio habitado, pero no todo guarda ese misticismo que únicamente unos pocos afortunados –o desdichados- pueden destapar. Hablo de la fortuna o la dicha porque fíjense en Roma o en Jerusalén, por ejemplo, muestra de ambos estados siendo ambos lugares codiciados. Estambul entra también en ese grupo de lugares que la Historia ha ansiado siendo ejemplo del devenir de nuestros tiempos. La estrategia del lugar donde se sitúa, siendo un puerto que abre al mediterráneo y nos adentra al Oriente Próximo, o por el embrujo de una leyenda que cada vez le pesa más, siempre sazonada del mito que nunca abandona y convierte en gesta épica este lugar.

Parte de nuestra historia también zarpa de lo que allí aconteció. La línea imaginaria que el estudioso de la historia necesita marcar para separar el medievalismo de la Edad Moderna comenzó precisamente con la caída de Bizancio, y no la «conquista» de América. Joanot Martorell, por ejemplo, también nos escribió largo y tendido sobre una corte imperial imaginaria pero basada, sin lugar a duda, en la leyenda que de ella surgía. La ciudad de Estambul es, en definitiva, un compendio de la humanidad basada en la supervivencia de esta. Es ese lugar que de forma epidérmica pasó del Pater Noster al Allahu Akbar no sin tragedia, pero de manera sublime.

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