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yo no soy oriol junqueras

La otra noche soñé que me había quedado encerrado en la Audiencia Nacional, aunque mi angustia no se debía tanto a esa situación imprevista como a que todo aquello me hubiera pillado en pijama. Si son conocidas las limitaciones de la fortuna y el crédito de un hombre en pijama, en uno de los baluartes de la Justicia –eso pensé- me harían parecer, sin discusión, culpable. Afortunadamente la oscuridad casi total me concedía cierto margen de acción para buscar la puerta de salida, así que eché a andar con una rapidez sin duda sospechosa por corredores que demostraron muy pronto, (al toparme por tercera vez con el retrato de Bravo Murillo), su laberíntico diseño. A lo lejos se dejaban oír, cada vez más próximos, fragmentos de conversaciones mezclados con risas (sin duda las de los vigilantes nocturnos o de extrañas criaturas de la noche) lo que me decidió a cambiar de idea y a probar suerte en las innumerables puertas que custodiaban los pasillos. En la tercera el pomo giró sin dificultad y entré en lo que parecía ser un despacho apenas iluminado por la luz de la calle. El aire era húmedo, el mobiliario (una mesa de despacho, un buró de persiana, un perchero, y un sofá o diván, menos visible) destartalado y como salido de diferentes subastas judiciales. Sobre la mesa no encontré el teléfono que buscaba sino un solitario folio que en letras de imprenta y con el título de «Alegato final» planteaba el viejo problema que había atormentado mi infancia: «Si un tren sale de Barcelona a 85 kilómetros por hora y otro tren…». Al lado un periódico doblado mostraba un titular descomunal: «El Caudillo inaugura el pantano del Ebro». Abrí el escritorio de persiana y casi grité al ver al loro aquel que, en su jaula metálica, y ante mi inesperada aparición, empezó a chillar, también aterrado, sin dejar de moverse de un lado a otro: «¡Traición! ¡Sedición! ¡A por ellos!».

«¿Quién anda ahí?», preguntó una voz soñolienta que no era la del loro y llegaba desde la penumbra del sofá. Me puse a la defensiva, dando un paso atrás: «No estoy haciendo nada malo». Tras un eterno segundo, el desconocido del sofá dijo: «Eso será difícil probarlo». «¿Es usted juez?», pregunté intentando disimular la ansiedad. «No, soy Oriol Junqueras. ¿Tiene un cigarro?».

Le dije que no fumaba. «Llevo mucho tiempo viviendo aquí y no es fácil encontrar según qué cosas», dijo Junqueras, que seguía echado en el sofá, sin moverse, en posición fetal y dándome la espalda. Iba a decirle que conocía su situación y que lo sentía pero que él se la había buscado, cuando caí en la cuenta de que Junqueras, aquella noche, era mi único aliado, el único que conocía el terreno y podía ayudarme a volver a casa. «Me hago cargo», mentí, y añadí: «Le hacía en la cárcel». Junqueras soltó una risita ahogada. «¿Cuál es la diferencia?», preguntó. Mi confusión iba en aumento, el loro volvió a gritar !¡Sedición! ¡Traición! ¡Chata!», y solo se me ocurrió decir, absurdamente: «Todo esto es completamente irregular, y alguien debería…», pero no pude terminar la frase porque en ese momento se abrió la puerta y me cegó la luz de una linterna. Una voz que me hizo pensar en una botella de Anís del Mono estalló en mi oído mientras cuatro manos de hierro estrujaban mis brazos: «Mira tú a quién tenemos aquí, al Oriolet». Dije que se equivocaban, que yo, obviamente, no era Junqueras, que el sedicioso que buscaban estaba en el sofá, que yo era español por los cuatro costados y había votado a Rivera, que encendieran la luz y que tenían que creerme. La linterna alumbró el sofá vacío, y el vigilante, que hasta entonces había permanecido callado, gritó en mi oído: «¡Andando, payaso!». «¡Yo no soy Junqueras!», repetí. «Eso va a ser difícil probarlo», dijeron a la vez los dos vigilantes, coincidencia que les hizo reír. Me arrastraron por sombras y pasillos hasta acabar –lo que son las cosas- en un plató de televisión donde fui recibido entre los aplausos del público por un enano que llevaba una chistera: «Esta noche en La Voz de España contamos con la presencia de Oriol Junqueras que interpretará el tema de Antonio Molina Soy un pobre presidiario. ¡Buenas noches Oriol! ¿Dispuesto a darlo todo para lograr la reinserción? Si me permites un consejo procura no encerrarte en ti mismo». El público rio y volvió a aplaudir, y cuando dejó de hacerlo aproveché la ocasión para decir que todo aquello me parecía degradante. A un gesto del enano, volvieron a aparecer los vigilantes y de nuevo me arrastraron por la oscuridad y los pasillos hasta que, por fin, salimos de la Audiencia.

No pintaban bien las cosas para mí. Menos mal que a veces vuelo en sueños y en un descuido, cuando iban a meterme en el coche policial (que también era un taxi neoyorkino), me elevé unos metros por encima del nivel de la calle y pude escapar de aquel lío kafkiano. Desde entonces, no sé por qué, veo poco las noticias y me ha dado por pensar. Me dicen que he cambiado.

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