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campus stelae

campus stelae | FOTOGRAFÍA DE RAFA ANDRÉS

Hace muchísimos años, cuando empecé a navegar por Internet y estrené aquel PC que me regaló mi tío para la Primera Comunión, busqué cuál era la palabra más bella del mundo. Naturalmente, esto es muy subjetivo, pero hubo notables coincidencias entorno a una, y esa fue Compostela. En aquel momento me decepcioné enormemente, aunque bien es cierto que su forma, composición y sonoridad son proporcionadas y atractivas. Finalmente, lo que me hizo no olvidar nunca esa palabra fue su origen. Creo que con ella empecé a adentrarme en el mundo de los latinajos que tantas alegrías me ha dado y bien encarecidamente el lector ha podido comprobar a lo largo de este casi año de Caligrama.

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Compostela viene de campus stellae, es decir, campo de estrellas. Y es que, por aquellos lares de la península, la magistralidad del Firmamento se nos muestra en su mayor apogeo.

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Fue por allí precisamente, donde también está Finis terrae, donde empezó un mito que alimentó enormemente la conciencia de una Europa medieval que fue preludio de todo lo que vino después. La supuesta tumba del apóstol Santiago propició unos movimientos económicos y culturales que vertebraron una estructura tan sólida que, hasta día de hoy, es todavía engranaje de uno los caminos que nadie puede perderse, al menos una vez en su vida.

El Camino de Santiago propició la aparición de una especie de prototurismo religioso a través de los llamados caminos de peregrinajes. Junto con esta senda ibérica también cabe destacar la que conducía a Roma o a Canterbury, por ejemplo.

Esto hizo anidar posadas y comercios; antesalas de los servicios complementarios que cualquier actividad turística precisa y, sobre todo, hizo fluir ideas: como lo fueron los estilos artísticos del Románico y el Gótico.

Este camino ha sufrido variaciones, más que en su estructura física en la conceptual, mejor dicho. El fervor religioso y expiación que en un primer momento movía a esta especie de turistas se ha ido convirtiendo en un producto que congrega a miles de personas y que, en este camino, más que el perdón; buscan la experiencia. Y es precisamente porque aúna en sí mismo diversas esencias que un viajero siempre busca: patrimonio, naturaleza, historia, etc.

Dejando de lado todo esto, no deja de ser curiosa también la tendencia que tiene el ser humano a hacer caminos. La vida misma, sin ir más lejos, es un camino. Pero aparte, figúrense, la Ruta 66, el Camino del Inca, el Overland Track, el Jotunheimen, la costa oeste de Norteamérica, los caminos de peregrinación que, si nos ponemos a contar, los hay a centenares… Y creo que tenemos esa tendencia porque somos seres en constante movimiento que necesitan desplazarse.

Años hace que se dejó de lado todo aquello del nomadismo, pero en realidad, a pesar de la brevedad de nuestra existencia, los escenarios es necesario cambiarlos. Evolucionamos genéticamente por ese movimiento y adaptabilidad constante al cambio, precisamente.

Ahora, los tiempos cambian y los caminos continúan siendo testimonios de miles de circunstancias que nos delatan como humanos pero que describen, de alguna manera, nuestro paso por esta vida. Cuando uno hace el camino la riqueza también reside en la tipología de sus visitantes que, como caldo de cultivo, los une en una experiencia única. Da igual el camino que sea. Ahí está la gran hazaña del viajero: el ir más allá, el caminar un paso más y ponernos en común dejando de lado los etnocentrismos absurdos. Si esto hace su papel, benditos, y no en el sentido religioso, sean todos los caminos, incluido el de Santiago.

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