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la cuchara de lenin

Aíctor Soler denunciaba anteayer en la radio decana que Nahuel González tiene en su despacho un póster de Lenin. En la web de la emisora aparecía el dato camuflado de información así: «Polémica por una foto de Lenin en un despacho municipal de Gandia». ¿Polémica? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Se ha saltado la ley Nahuel González? ¿Debería haber sustituido el póster de Lenin por una cabeza de toro disecada, por una flamenca con castañuelas, por un paisaje con ciervos, por el Alcázar de Toledo o de Segovia, o debería haberla dejado vacía para no levantar sospechas? ¿Habría sido tolerado por el PP una copia del Guernica del comunista Picasso o vuelto del revés? ¿Un cartel del también comunista Josep Renau habría pasado el corte inquisitorial o tampoco? ¿Debería González pedir al PP local, como en los tiempos de la censura previa, autorización para exhibir sus gustos personales, los pósters que prefiere, sus colores favoritos o usar los calzoncillos que lleva, quizás estampados con una profusa constelación de hoces y martillos? ¿Ha ido alguna vez Nahuel González al despacho de Soler para evaluar a partir del mobiliario o de lo que hay o hubo en las paredes las desviaciones ideológicas o las oscuras intenciones del líder popular? ¿Por qué relaciona Soler la foto de Lenin con las políticas locales de Memoria Histórica? ¿Por qué se intenta convertir en un espantajo a estas alturas del siglo veintiuno lo que sobre todo (como ocurre con Marx o el Che Guevara) es un icono pop tan inquietante como Bamby? ¿Llevar una camiseta del Che convierte a tipos como Johnny Deep o el príncipe Harry en peligrosos revolucionarios? ¿O es que hay que ser de alta cuna, famoso o millonario para exhibir a cualquiera de esas tres estrellas de la historia, del marchandising y del sector textil? ¿Por qué ciertas memeces se presentan con el formato de noticias?

La ridícula anécdota, que nunca debería haber salido a la luz pública, no es más que otra muestra de los procesos de intenciones habituales en el partido de Soler, que tan dueño es de oponerse a que se muestre la imagen de Lenin en la oficina de un concejal del gobierno, como Nahuel González de mantenerla donde está.

La denuncia de Soler tiene un lado cómico que recuerda a aquella escena de La vida de Brian en la que un escuadrón de romanos entra a paso ligero en una casa en busca de miembros del Frente Popular de Judea y tras un exhaustivo registro en el que no logran dar con ninguno a pesar de tenerlos al lado (uno se ha echado una sábana por encima, otro ha metido la cabeza en un cesto y en ese plan) acaban llevándose una cuchara como única presa. «¡Buen trabajo, sargento!», exclama el jefe de escuadrón, antes de desaparecer con la cuchara en la mano. Es una de las secuencias más famosas de la película de Monty Python. Si lo más escandaloso que ha podido sacar últimamente el PP local de su escrutinio al gobierno ha sido la cuchara de Lenin, eclipsando torpemente otras cuestiones en las que tiene razón (como sus críticas a la pobre política de Participación Ciudadana o que no se haya creado el Comité de Transparencia municipal anunciado hace años) y haciendo un revoltijo dogmático con todo, debería revisar sus estrategias y presentarlas en el futuro con cierto orden y sin montar el número porque así el pack entero no puede venderlo.

La acusación de Soler presenta un lado mezquino, pues no es la primera ni la segunda sino la tercera vez que Nahuel González es acosado desde el PP por vestirse de determinada forma o por situarse cerca de imágenes que el PP considera «intolerables» o en la onda del Frente Popular de Judea. No hablamos, pues, de una foto de Lenin o de lo que conviene a las instituciones sino de una siniestra tendencia venatoria que siempre apunta al mismo blanco. Lo intolerable en democracia debería ser ese insidioso espíritu policial que a fin de cuentas acaba volviéndose contra quienes lo ponen en marcha sin medida y con escaso acierto.

Si en el PP no hubiese mezclado las bebidas, la denuncia de ciertos errores del gobierno y la caza de brujas, nadie podría quitarles parte de razón, pero la ebriedad dogmática pierde siempre al partido de Soler.

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