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Tomar el Fresco

Salir a tomar el fresco podría convertirse, dicen las noticias, en patrimonio Inmaterial de la Humanidad. El pueblo de Algar, en Cádiz, ya ha iniciado el papeleo para solicitar ese título honorifico a la Unesco. Ahora bien, salir a tomar el fresco en Algar, ¿en qué se diferencia de salir a tomar el fresco en Robledillo de la Jara o en Barxeta, pongamos por caso, o en cualquiera de los cientos de municipios en los que en verano se cumplen a diario esas mismas prácticas de supervivencia y sociabilidad? Por el mismo motivo de civilidad y resistencia climática podría pedirse a la Unesco que el repliegue invernal que se lleva a cabo en los bares de localidades poco habitadas y de temperaturas extremas (y frecuentemente con la ayuda de bebidas de alta graduación) fuese visto igualmente como una costumbre digna de preservarse, como el hecho de salir a tomar el sol no debería gozar de menos atención incluso entre los abstemios. O casi ya como cualquier otra cosa.

Si hábitos perfectamente normales empiezan a verse como hechos excepcionales poco o nada escapará al sello indeleble y patrimonial de la Unesco. Ciudades y pueblos, monumentos y costumbres, edificios y marcos incomparables, lo material y lo inmaterial, lo divino y lo humano, nada va a librarse del reconocimiento de la Unesco y su «etiqueta letal», como llama Marco d’Eramo, (autor de El selfie del mundo, lúcido libro sobre el fenómeno turístico) al delirante proceso de catalogación e infalible acartonamiento que sufren los lugares que reciben tan alta distinción honorífica antes de convertirse en polo de atracción turística una vez «musealizados», vaciados de naturalidad y de originalidad.

Pues a nadie se le escapa que la divisa de «patrimonio de la humanidad» no basta ya para saciar las ambiciones locales de reconocimiento universal, sean o no razonables, sino que inevitablemente esa distinción cultural se convierte en un activo turístico destinado a su explotación inmediata. En realidad, las candidaturas a «patrimonio de la humanidad» se presentan bajo la lógica de su rentabilidad turística, aunque la consecuencia paradójica sea que todo lo digno de ser visto y conservado según los cánones de la Unesco acabe transformado por una visión taxonómica, teatral y con frecuencia multitudinaria que termina siendo más que patrimonio de la humanidad de las guías turísticas.

Una práctica que «cura la enfermedad matando al paciente», como dice d’Eramo, y en tal sentido el autor italiano recuerda la anécdota de un reportero de National Geographic que al llegar a un poblado del Amazonas sorprendió a los nativos pintándose la cara y vistiendo sus ropas tradicionales que solo se ponían, según informaron, «cuando llegan los turistas o los del National Geographic».

No es probable que nadie sepa muy bien por qué se presentan ciertas candidaturas a la Unesco ni por qué se conceden o rechazan, pues ciertamente no hay ninguna creación o costumbre humana que no sea digna de conservación o de interés. Lo malo es que no podemos -ni es una buena idea- conservarlo todo.

A falta de una axiología o teoría de los valores que sustente la concesión de tan rutilantes títulos de la Unesco (que sin duda existe en quienes asesoran a esa institución en la misma medida en que la ignora el resto de la humanidad) lo que parece existir es la ilimitada ilusión, generosamente repartida en el planeta, de que la Unesco avale el interés universal de cosas que no se encuentran tan amenazadas por el olvido como por su fulminante ocaso a manos de otros valores más actuales, como la patética aspiración de exhibirlas ante el mundo sacándolas de quicio.

Salir a tomar el fresco no parece un asunto que incumba a terceros, y la preservación de esa costumbre se diría que pasa, justamente, por no darle más importancia que la que tiene para sus usuarios ni, si tanto valor se le da, ponerla en riesgo situándola en el horizonte de la curiosidad foránea como un caso de exotismo, de viejo hábito elevado a la dudosa categoría de lo típico.

La novedad es que ahora no son, como en el pasado, viajeros de paso quienes promueven la idea de la singularidad, la diferencia o la excelencia, sino los propios paisanos y sus representantes públicos, venga o no a cuento, para reclamar su cuota de atención –monumental, etnográfica, histórica, paisajística- en un mundo en el que el valor principal es, como decía Umberto Eco, «ser visto».

Ni siquiera la coartada de la singularidad cultural resulta ya muy creíble. Lo singular empieza a ser haberse adelantado en los trámites para obtener el marchamo de la Unesco, hasta el punto de que basta con anunciarlos para, como en el caso de Algar, ser noticia nacional.

Hace un par de años propusimos en broma en esta sección que la Unesco declarase al «barret» gandiense, esa charla callejera improvisada, Patrimonio de la Humanidad. Cuando lo cómico se toma en serio es que los tiempos están cambiando. Y resultan ridículos.

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