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El adversario

Vladimir Putin, en un reciente acto de exaltación celebrado en Moscú,

Cuenta Emmanuel Carreré que cuando le pidieron a Billy Wilder, el icónico director de cine, su opinión sobre una película inspirada en El diario de Anna Frank, comentó: «Muy hermoso. La verdad, muy hermoso. Muy emotivo», y tras una pausa añadió, «aun así, nos gustaría conocer el punto de vista del adversario». Esta anécdota le inspiró a Carreré el título de su novela de no-ficción El Adversario, en la que pretendía penetrar en la personalidad de Jean-Claude Romand, un falso médico que asesinó a su mujer, a sus hijos y a sus padres, y se intentó suicidar.

El adversario

En la dolorosa guerra que destruye vidas y tierras en Ucrania, el adversario tiene un nombre, Vladimir Putin. Aunque mediante una inverosímil contorsión de la realidad, el autócrata ruso descarga la responsabilidad en EE UU, en la OTAN y en la «pandilla de neonazis y drogadictos» del gobierno ucraniano. Putin es inteligente, sabe que sus mentiras sobre la guerra son de consumo interno, para su país y para quienes le apoyan: Bielorrusia, Cuba, Venezuela, Corea del Norte e Irán, entre otros. El relato oficial, difundido mediante una tupida red de desinformación, no permite intuir el «punto de vista del adversario», ni refleja sus motivaciones.

Es difícil indagar en la mente del jerarca. ¿Quién es? ¿Tiene conciencia moral? ¿Qué sombrío recoveco de su alma engendra el ansia destructora? El politólogo ruso Valery Solovei cuenta que Yeltsin confiaba en los miembros de su familia, pero Putin no confía en nadie. Álvaro Gil-Robles, excomisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, recordaba que Putin le dijo que «no se fiaba de nadie» durante las negociaciones sobre la guerra de Chechenia. No confiar en nadie es un rasgo que define al personaje y hace sospechar que tiene un pobre concepto de la dignidad humana, o que no cree que tal cosa exista. No pestañea cuando envía a su gente a matar y a morir, ni cuando ataca a civiles. Los hombres no son para él más que piezas sobre un tablero: no importan nada y son sustituibles por otras piezas.

Al igual que Hitler, Putin cree en el darwinismo social: la historia del hombre es un proceso evolutivo de supervivencia de los fuertes y poderosos. La raza aria era para Hitler la más fuerte, mientras que para Putin es el pueblo ruso. Los débiles deben ser dominados a sangre y fuego, son despreciables y su misión es servir al fuerte, sin espacio para la compasión.

Las demostraciones de fortaleza física y virilidad, presumiendo de musculatura o practicando artes marciales, revelan la obsesión de Putin con la fuerza bruta, necesaria para someter al débil. Aunque sea anecdótico, la extraña forma de andar de Putin, sin apenas balancear el brazo derecho, no se debe a ninguna anomalía neurológica, sino al rígido entrenamiento de los agentes del KGB, con la mano en todo momento cercana al arma: «el andar de pistolero».

«Yeltsin creía que tenía una misión -dice Solovei- y también lo cree Putin. Yeltsin se veía a sí mismo como Moisés: quería liberar a su pueblo del yugo comunista. La misión de Putin es regresar al pasado. Vengar lo que ha dado en llamar la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX: la caída de la Unión Soviética». Pero Putin -probablemente el hombre más rico del mundo- no añora el comunismo de la extinta URSS, sino el poder: países subyugados, poder militar, control total sobre vidas y haciendas… un poder colosal concentrado tras los muros del Kremlin.

Varios psicólogos coinciden en que Putin tiene un trastorno narcisista de personalidad, conocido como megalomanía, cuyos rasgos principales son el sentido de superioridad, aprovecharse de los demás para beneficio propio, arrogancia, agresividad e incapacidad de empatizar. El autócrata del Kremlin, con su mirada helada, está satisfecho de su poder, que se mide por el sufrimiento de los ucranianos y de sus compatriotas. Se siente superior teniendo a todo el mundo pendiente de él y de sus inmisericordes designios.

A pesar de que Pablo Iglesias describió a Putin como «un señor de derechas», le apoyan o respaldan los partidos comunistas de diversos países, teocracias como la iraní y grupos antisistema de diferentes raleas, que tienen en común su rechazo a la democracia liberal y al acervo de principios y valores de la civilización occidental.

En su reciente visita a Ucrania, Ursula Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, describió el horror desatado por «el adversario»: «en Bucha vimos nuestra humanidad destrozada». La guerra de Ucrania recuerda lo fácil que es destruir la paz y la convivencia, y humillar la dignidad humana. El «punto de vista del adversario» no tiene hondura, es banal, es la negación de la verdad, de la humanidad y de la compasión. Es, sencillamente, el odio a lo verdadero, lo bello y lo bueno.

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