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560 años de las clarisas en Gandia

El autor relata la historia de la orden de clausura coincidiendo con el día en que se cumple el aniversario de su llegada a la ciudad procedente de Francia. Gandia se convirtió en el epicentro de la observancia femenina franciscana en la Península Ibérica

A la izquierda, la fachada del convento de Santa Clara de Gandia, con la estatua de la duquesa María Enríquez, que fue abadesa del cenobio, en la plaza del mismo nombre. En el centro, el alcalde de Gandia, José Manuel Prieto, y el director del Museu de Santa Clara, Joan Aliaga, en una visita reciente durante la que prolongaron por otros dos años el convenio para mantener abierto este centro cultural en la Sala d’Homes del antiguo hospital de Sant Marc. A la izquierda, dos imágenes del momento en que el entonces alcalde de Gandia, José Manuel Orengo; el vicario general del Arzobispado de València, Vicente Fontestad, y la superiora del convento, María de la Paz Mir, firman el convenio que permitía sacar las obras de arte para exhibirlas en el museo, auténtica joya del arte sacro valenciano. Como se observa, el acuerdo se ratificó con la reja de clausura de por medio. levante-emv/àlex oltra/ximo ferri

Justamente hoy, 8 de mayo, se cumplen 560 años desde la llegada a Gandia de diez monjas francesas. Las crónicas fabulan la precipitada huida de su convento en Lézignan-Corbières, junto a Narbona, a bordo de una barca guiada por Nuestra Señora de Gracia y la «del Baluarte», que las condujo hasta Barcelona. Allí, Juan II de Aragón autorizó a su mayordomo Lluís de Vic, señor de la Vall de Gallinera-Ebo, a instalarlas en el destartalado inmueble del viejo cenobio gandiense, junto al hospital municipal de Sant Marc, que desde entonces sería Real Monasterio de Santa Clara de Gandia.

560 años de las clarisas en Gandia

Comenzaba así la larga andadura histórica en nuestra ciudad de aquellas decididas pioneras, que solo hablaban francés y rezaban en latín, pero revolucionarían el mapa de la espiritualidad franciscana femenina en la Península Ibérica.

560 años de las clarisas en Gandia

Más de cinco siglos y medio de vida son efectivamente muchos años, aunque no los suficientes para hacer del monasterio la institución más antigua de Gandia -como se ha escrito- pues la superan en edad la parroquia de la Asunción (Colegiata) y, por supuesto, la propia corporación municipal.

560 años de las clarisas en Gandia

La efeméride nos ha parecido, eso sí, una buena excusa para acordarnos de estas monjas calladas y tan queridas en Gandia, razón ésta por la cual nos resultaba tan sorprendente que en nuestro callejero hubiera, sí, una placa dedicada a la fundadora de la orden, pero no a su comunidad, hasta la reciente revisión del mismo hace unos meses. Nos congratula que se haya reparado este olvido, que el agravio comparativo con otras comunidades de religiosas locales hacía más inexcusable, y no nos resignamos a que la rigurosa clausura de estas mujeres sirva de coartada para su olvido.

Las Damas Pobres

El 9 de agosto de 1253 Inocencio IV ratificaba en Asís la regla fundacional de la orden femenina franciscana, redactada por Clara de Asís (en el siglo Clara Favarone) y revisada por el propio Francisco, que sigue siendo hoy en día la única regla monástica escrita por una mujer que la Iglesia católica reconoce. Su autora, de aspecto frágil, pero voluntad de hierro, hubo de enfrentarse a cuatro papas (Inocencio III, Honorio II, Gregorio IX e Inocencio IV) hasta ver aprobada su orden de las Damas Pobres. El 10 de agosto de ese año, al día siguiente de haber sido firmado, Clara recibió el documento papal en su lecho de muerte; según testigos presenciales, lo besó repetidamente y veinticuatro horas después, el día 11, falleció. Nacía así la segunda orden franciscana, la femenina, tras la de los Hermanos Menores (OFM: «Ordo Fratrum Minorum»); el propio Francisco crearía después la «Venerable Orden Tercera» para seglares de ambos sexos («terciarios» y «terciarias»), a la que perteneció Lucrecia Borja en Ferrara.

Pese a su rigor en la reivindicación de la estricta pobreza preconizada por el «poverello» de Asís, la Regla de Santa Clara atrajo a muchas seguidoras y, de hecho, fue la orden femenina más extendida en el Reino de Valencia, tras la conquista cristiana. Violant d’Aragó, hija monja de Alfons el Vell, fundó el monasterio de Gandía en 1429. Hacía cinco años de la muerte sin herederos legítimos de Alfons el Jove, de modo que el cenobio gandiense nació huérfano del amparo directo de los duques reales y sus deudas se fueron acumulando. Todo se vino estrepitosamente abajo cuando, tras la muerte de la fundadora (1443), dos sobrinas suyas se disputaron su herencia. En 1445 Santa Clara se clausuró y las religiosas que todavía lo habitaban fueron trasladas al monasterio de la Trinidad, en Valencia, acabado de refundar por la reina María, tras el desalojo, ordenado por Eugenio IV, de los frailes trinitarios que lo ocupaban indignamente.

La «altísima pobreza» que preconizaba la regla original de las Damas Pobres nunca fue fácil de cumplir, de modo que, tras muchas tensiones internas, a los diez años de la muerte de la fundadora, en 1563 Urbano IV acabó por autorizar una cierta flexibilidad en la norma originaria.

Las primeras clarisas de Gandía eran, pues, «urbanistas». Las francesas que reabrieron el cenobio en 1462 serían, en cambio, «coletinas»; o sea, seguidoras de Nicolette Boylet (1381-1447), más conocida como Colette de Corbie por su lugar de nacimiento. Esta monja francesa (canonizada por Pío VII en 1807) había roto con la norma «urbanista» para recuperar la pobreza originaria de la Regla de Santa Clara.

La reforma coletina, que comenzó su andadura en Besançon a principios del siglo XV, penetró al sur de los Pirineos por Gandia y, desde aquí, irradiaría por la Península Ibérica.

Monjas gandienses fundaron o reformaron, en su caso y por este orden, los monasterios de Gerona (Purísima Concepción, 1488), Setúbal (Nombre de Jesús, 1496), Valencia (Santo Sepulcro de Jerusalén 1497), Castelló d’Empúries (1505), Alicante (Santa Faz, 1518), Casalarreina en La Rioja (1552), Madrid (Descalzas Reales, 1554), Zamora (El Tránsito, 1596), Salamanca (1601), León (Santa Cruz, 1604) y el de Lerma (1608). Gandia se convirtió, así, en el epicentro de la observancia femenina franciscana en la Península Ibérica.

El monasterio de las Borja

La llegada de los Borja a Gandia (diciembre de 1485) fue un balón de oxígeno para Santa Clara, pero también los duques hallaron un aliado estratégico en el monasterio. El camino entre el palacio y el convento sería siempre de ida y vuelta por su implícito «do ut des». Ya el primer duque, Pedro Luis (1485-1488), comenzó la construcción de la iglesia del convento, que finalizó su hermano y sucesor, Juan (1488-1497), marido de María Enríquez. Pero, sin duda, los más generosos para con Santa Clara fueron el santo duque y el VIII de la dinastía, Francisco Diego Pascual, quien también se ordenó sacerdote cuando enviudó de Artemisa María Doria Colonna.

Prueba fehaciente y palpable de tanta generosidad, que aquí solo podemos apuntar, es el entrañable Museo de Santa Clara, un remanso de paz en pleno casco urbano de Gandia, que invita a la meditación, al aprendizaje y a la gozosa contemplación de obras de arte singulares, que cualquier ciudad querría para sí.

Por la otra parte, Santa Clara de Gandia se ofrecía como un retiro seguro para las hijas de los duques y mucho más barato que el matrimonio, además de destino muy prestigioso, que no resultaba atractivo menor, como casa madre que era, por ejemplo, del exclusivo monasterio de las Descalzas Reales madrileñas, fundado por la infanta Juana de Austria dejándose guiar, también en esto, por su buen amigo el P. Francisco de Borja.

No es casual, pues, que la mayor parte, tal cual, de las hijas de los duques acabaran su vida en el convento y casi la iniciaran también en él, pues solían entrar siendo niñas de pocos años. Pese a todo, no creemos que los monasterios femeninos fueran un «aparcamiento de mujeres», como se ha escrito. Santa Clara, desde luego, no lo fue de las Borja. Ellos -los Borja- financiaron el cenobio y ellas -las Borja- lo gobernaron. Lo hicieron sin olvidar quiénes eran, sí; pero también sin anteponer el peso del apellido a la responsabilidad de su velo negro.

Tampoco podemos estar de acuerdo, en fin, en que entrar en la clausura implicara huir del mundo, como han difundido los varones que controlaban los cenobios femeninos. Muy al contrario, a nosotros nos parece que estas mujeres optaron (tan «voluntariamente» como las que se casaban en su tiempo) por una vida peculiar, con normas propias y muy diferentes a las que regían en este otro lado del torno. Pero no por eso el suyo era otro mundo, pues no tendría sentido que sus oraciones estuvieran dirigidas a velar, desde fuera, por una realidad ajena. Y, en consecuencia, tampoco nadie puede arrogarse el derecho de excluirlas a ellas del mundo que compartimos.

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