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El Papa radical

El Papa Francisco, el pasado abril en el Vaticano, con una bandera de Ucrania procedente de la ciudad de Bucha. ettore ferrari

De pronto, en mitad del mundanal ruido, la voz del Papa Francisco se ha alzado para recordar en una entrevista en La Stampa el error de aceptar acríticamente apariencias y prejuicios sobre la guerra de Ucrania. Situarse al margen de las corrientes de opinión dominantes apelando a la inteligencia más que a las pasiones puede verse en estos tiempos posverdaderos como un gesto radical, necesario no solo para atender con mediana claridad a lo que pasa en el mundo sino a lo que frecuentemente nos pasa por la cabeza. Si Trump y Putin, como sus compinches, invitan al personal a pisotear el pensamiento en nombre de la libertad (la confortable libertad de formar parte del rebaño), el Papa Francisco aporta una visión de la realidad menos simple, más auténtica y profunda. Sin duda, el causante de la guerra fue el inquilino del Kremlin, que se ha pasado por las ojivas nucleares el derecho internacional y es un matarife, pero, como advierte el Papa, trasladar la historia de Caperucita y el Lobo al origen de esa conflagración es quedarse en la superficie del problema.

El Papa radical

Sugiere el Papa en La Stampa que, en los juegos de estrategia entre la OTAN y Rusia, no es muy creíble que la primera hiciese todo lo posible por evitar una guerra que ha dado lugar a un nuevo clima «global en el que todo está entrelazado» y está sirviendo como campo de pruebas del negocio armamentístico a costa de un sufrimiento intolerable. Sobre el conocido y progresivo cerco nuclear a Rusia desplegado por la OTAN tras la desaparición de la URSS se contaba hace años un chiste en el que un alto mando occidental se preguntaba, muy molesto: «¿por qué insisten los rusos en poner su país tan cerca de nuestros misiles?».

Nos quedaba por ver en esta época de maravillas que fuese precisamente un Papa el que asumiese las opiniones de la llamada «izquierda radical» sobre las causas y consecuencias de la guerra en Ucrania y el papel de la OTAN, pero eso es lo que ha ocurrido: la «izquierda radical» ha resultado ser más papista que la derecha e izquierda convencionales.

En su entrevista en La Stampa viene a predicar Francisco la urgente necesidad de aceptar la complejidad del mundo y aventurarse más allá de apariencias y prejuicios, pero esa invitación papal, tan valiente como insólita, a pensar sin cortapisas ni anteojeras no ha merecido el interés de los grandes medios españoles, ni va camino de formar parte del debate político nacional, ni siquiera de influirlo levemente, con lo bien que nos iría.

En España apenas interesa lo que diga el Papa Francisco, (sobre todo a quienes deberían prestarle más atención) que aparte de hablar sin reservas de cuestiones tabú muestra impaciencias ecológicas dignas de Thoreau o de un activista de Greenpeace, recogidas en la encíclica Laudato Si, en la que deplora el deterioro del planeta –nuestra «casa común»- que ya manifestaron antes nada menos que Juan XXIII y Pablo VI. En España, donde la cúpula de la Iglesia es muy poco afín a las ideas y el talante renovador de Francisco, lo que se sigue llevando en gran medida y como alternativa política es lo de siempre: ese pensamiento inerte, vaciado en el molde de las costumbres más pacatas, los intereses más zafios y las formas más extemporáneas que se espanta ante la posibilidad de caminar y mascar chicle a la vez. Ahora, la palabra de moda en la derecha es «división», referida a la presunta falta de «unidad» del gobierno. «El gobierno está dividido y roto», sostienen desde Feijóo hasta el último letrateniente (como llamaba el filósofo Manuel Sacristán a los mercenarios de la pluma) del amarillismo informativo nacional. Aunque no nueva, es la consigna más flamante del manual agitprop de la derecha española, que repite cada día el cuento de Caperucita y el Lobo para denunciar las diferencias de opinión de los partidos del gobierno. Es lo de siempre: o España se rompe, o el gobierno es ilegítimo o está dividido, aunque la experiencia indique que lo único que se ha roto en España en los últimos años ha sido, precisamente, la derecha.

Si el sistema democrático tiene algún futuro, como ya advirtió Tocqueville, no será derivando hacia esa uniformidad que hoy, como ayer, ensalzan las proclamas excluyentes en nombre de una «unidad» que solo anticipa el pensamiento único, la quincallería sentimental del patriotismo o las supercherías reaccionarias sino aceptando la diversidad y la discrepancia como elementos centrales de un mundo complejo en el que el recetario de la abuela solo garantiza el retorno de viejos achaques. El signo más evidente de que las viejas fórmulas han caducado lo representa un Papa que, más allá de las creencias de cada cual, propone pensar con claridad, sin autoengaños ni maniqueísmos baratos, el mundo real, «nuestra casa común». Y eso debería ir a misa, no los cuentos infantiles que nos proponen los heraldos de la unidad, la inanidad y la posverdad, disfrazados de Caperucita.

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