Supongo que cada cual encontrará en su historia personal alguna «Fira» memorable que, como al protagonista del poema de Pavese, Los mares del Sur, le haga «sonreír al recuerdo», un recuerdo probablemente infantil. Varios poetas han situado la verdadera patria en la infancia, cuando se estrenan experiencias, sueños, deseos y visiones que forman parte de una cartografía íntima imborrable. En su lecho de muerte, el anciano archimillonario Charles Foster Kane (el de la película de Orson Welles) pronuncia desfallecido la enigmática palabra «Rosebud», el nombre grabado en el trineo con el que de niño se deslizaba por la nieve. Para Welles el cine era un «maravilloso tren eléctrico». Por lo visto, el «homo ludens» es el único que todavía ayuda a no confundir valor y precio. 

«A la fira no vages si no tens diners», aconseja el dicho popular, aunque olvide que la feria es por encima de todo un gran bazar sentimental, de sensaciones y expectativas con frecuencia cumplidas por el simple hecho de salir a la calle y, como decía Aleixandre en el poema En la plaza, de estar «entre los demás, impelido, llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado».

El incansable niño que ahora mismo está dándole a un tambor bajo mi ventana con nulo sentido del ritmo (pero con poderes para atravesar los cristales de aislamiento) no solo se lo está pasando de miedo, ni solo aporrea un tambor: aunque es muy pequeño para saberlo, lo mismo está invirtiendo en un futuro recuerdo feliz. Cuando todos estemos tan tiesos como el Santo Patrón y el niño tamborilero sea un viejo como Charles Foster Kane, quién sabe si recordará este mediodía radiante, el cielo sin nubes, definitivamente azul, de este último día de septiembre, con una especie de gratitud. Por su bien espero que, si recuerda algo, no sea el espantoso mural de 23 x 40 metros en el que aparece el santo de marras con una calavera en una mano y luciendo en la otra cuatro dedos cortados. Puede que esa tétrica figura de negro sirva para coaccionar en adelante a niños gandienses especialmente rebeldes («Si no te duermes vendrá el señor de la calavera») porque se me escapa qué otra utilidad pueda tener tan desmesurada estampita encargada por el concejal de Cultura.

Pero más probable será que el niño tamborilero, que a nada parece temer, recuerde, además de la atronadora irrupción de las tropas del Tio de la Porra en su colegio, el chispeante ambiente callejero y la animación de la gente tras dos años muy raros. Eso sin contar, claro está, con las atracciones del recinto ferial, siempre incitantes y mágicas.

Como la gente del circo, aunque tal vez con más fortuna, los feriantes siguen rodando por el mundo con sus trailers, caravanas y pertrechos, dispuestos a sorprendernos, estremecernos y complacernos. Su negocio se sostiene en una idea muy sensata de las necesidades y deseos humanos que está lejos de satisfacer, por ejemplo, el programa de actos del Año Jubilar. Ni siquiera una misa del Arzobispo Cañizares, que en su gremio es una vedette, podría competir en atractivo con el peor de los conciertos de estos días, y no digamos con el seductor Túnel del Terror, el vértigo de la Nave Vikinga, el moderno Tren de la Bruja o el más inofensivo, pero siempre fiel, tiovivo de toda la vida. Esa «Fira» incesante es la que, creo yo, le importa al personal, al niño que aporrea el tambor bajo mi ventana y la que forma parte de la tradición real, la que todavía nos hace sonreír al recuerdo y, cada año, volver.