El mural de Diego AS sobre San Francisco de Borja. Àlex Oltra

El pasado 3 de octubre, festividad de San Francisco de Borja, manifesté en Tele Safor que no me gusta el mural que ha pintado Diego As en la pared del hotel Borgia. Debí decirlo muy mal, pues en las redes sociales hubo, por lo visto, una notable reacción, no tanto (o no solo) contra mi opinión sino, al parecer, más bien contra mi persona. Esto es lo que me ha llegado por comentarios de amigos, pues yo no tengo iPad ni teléfono inteligente (mi teléfono solo sirve para hablar por teléfono) y los e-mails recibidos (que eso sí que tengo) son solo laudatorios, como los comentarios por la calle, que también los ha habido. ¡Qué fácil, pero qué cutre, resulta insultar desde el búnker del anonimato!

Ahora bien, cuando el río suena, agua lleva y este cauce no viene seco. Gente que me quiere bien me ha reprochado lo que dije y otros cómo lo dije, de modo que, por mucho que ésa no fuera mi intención, pido disculpas a quien haya podido ofender y lo hago aquí, en un medio público a mi alcance, porque el agravio, si lo hubo (y, por lo visto, lo hubo), fue también público.

Dicho esto, que es lo importante, me gustaría poder explicar por qué no me gusta el mural en cuestión, apelando sencillamente al derecho a la discrepancia y a mi libertad de expresión, que se emplazan exactamente al mismo nivel que la libertad creativa del autor. Naturalmente, recurro a mi perspectiva de historiador para opinar sobre la imagen expuesta de un personaje histórico muy especial en Gandia.

Pues bien, vaya por delante que -como ya anticipé en esas desafortunadas declaraciones televisivas, reproducidas en la radio- nadie en su tiempo, el siglo XVI, vio a Francisco de Borja con hábito de jesuita por Gandía, pues desde que ingresó de pleno en la Compañía de Jesús no volvió nunca más aquí. Ni siquiera en 1571, cuando anduvo muy cerca, pues el domingo 16 de septiembre de ese año predicó un concurridísimo sermón en la catedral de Valencia a instancia del arzobispo, su buen amigo y admirador Juan de Ribera. Borja siempre concibió su marcha de Gandia como su personal «salida de Egipto» y, en consecuencia, nunca olvidó su ciudad natal, pero no volvió a ella. Paradójicamente, la imagen de Borja que el ciudadano gandiense del siglo XXI encontrará en la calle es la que el protagonista rehuyó en vida por propia voluntad. De entrada, no parece bien elegido el modelo.

Pero, en realidad, lo que se nos ofrece en este mural no es exactamente la imagen del Borja jesuita, como en la escultura de la Plaça de les Escoles Pies (que así mismo considero inapropiada, pero muchísimo más discreta), sino la imagen piadosa del Borja santo (aureola incluida, sobre el fondo estrellado del hermano Coronas, S.I.), creada en el Barroco, de acuerdo con los postulados doctrinales de la Iglesia postridentina, pero pensada para el interior de las iglesias (no en la calle), con la finalidad (coherente en ese caso) de mover a los fieles a la piedad, promoviendo la devoción a un santo (o sea, persona considerada modélica), que en vida fue Grande de España y paradigma de cortesano. De acuerdo con estos presupuestos conceptuales, la imagen que nos ocupa queda, en mi opinión, tan fuera de lugar como plantar una falla dentro de una iglesia. Por muy impresionante que fuera el monumento fallero.

El autor recrea esa imagen barroca -que a mí me parece anacrónica y desubicada por las razones apuntadas- no ya solo sin escatimar en atributos piadosos, sino aun duplicándolos gratuitamente. Me refiero, sobre todo, a ese extraño sombrero que vuela sobre la cabeza del protagonista, con el que el autor quiere reflejar la renuncia al mundo de Francisco de Borja, IV duque de Gandia. Pero eso mismo es lo que simboliza la famosa calavera coronada, que aquí no falta, en un primer plano de este escorzo impresionante (dicho sea sin ápice de ironía). La calavera en cuestión es la de la emperatriz Isabel, distintivo iconográfico borjano de rotundo éxito, pero de origen espurio (pues se basa en una leyenda inverosímil), cuyo objetivo cumplido era promover la piedad, aunque fuera por la vía del amedrentamiento emocional y glosando, en el fondo, el poder taumatúrgico que la tradición atribuía a los monarcas feudales. Aquí y ahora, en pleno siglo XXI, se nos repite este mensaje inventado, con olor a rancio, que no contribuye en nada a despejar un ambiente cada vez más enrarecido por manipulaciones históricas zafias y oportunistas, de modo que llueve sobre mojado.

La repetición de motivos en el trasfondo de la composición me parece menos relevante, pero del todo gratuita. Me refiero a la yuxtaposición de pavimentos conservados en el Palau Ducal, donde al lado de la doble corona (que juzgo el más adecuado, pese a su fondo amarillo, y habría sido suficiente) incluye el anodino en blanco y negro de la Galeria Daurada (colocado por los jesuitas en el s. XX) y el cielo estrellado de la capilla neogótica, que cuando lo pintó el hermano Coronas a principios del siglo pasado ya resultaba anacrónico.

A estos atributos repetidos se añade otro muy llamativo y enigmático, pero carente de significado, que, en mi opinión, se podría haber ahorrado el autor para no incluir en el recurrente error de hacer una paella a base de añadirle al arroz todo lo que se tiene a mano, si se me permite el símil culinario. Me refiero a los llamativos dedos cortados de la mano derecha, que -me consta positivamente- causan inquietud y cierto desasosiego en algunos espectadores. Al menos, en los que han hablado conmigo, interesándose por este detalle traumático. Como era de esperar, no quiere decir nada. Según su creador (Levante-EMV, 9.X.2022), esa mano mutilada obedece a una doble razón, «estética y política». La explicación de eso segundo es que el autor ha copiado la imagen de una escultura expuesta en el Palacio Nacional de Mafra (junto a Lisboa), que presenta algunos dedos rotos por accidente y los que conserva sugieren el gesto de «hacer una peineta». Esta es la razón que el autor califica de «política». La «estética» tampoco la hallo por parte alguna, pues sinceramente a mí me resulta una solución de muy dudoso gusto.

Por estas razones, y pasando por alto el trazo de la boca y ojos, no me gusta este mural y entiendo que tengo exactamente el mismo derecho a decirlo en voz alta que el autor a dibujarlo. Y esto, no ya solo porque haya sido sufragado con recursos públicos, sino sencillamente porque ocupa una fachada de mi ciudad, a la vista de todos, y en la que, por cierto, imagino que habría sido mucho más rentable para sus dueños haber permitido un anuncio de cualquier cosa. Yo no estoy de acuerdo con el resultado, pero reconozco su generosidad a quienes han autorizado este dibujo en su propiedad, como así mismo agradezco al señor concejal de Cultura, Nahuel González, la elegancia de su discrepancia con mi criterio, que oí en la radio.

Reitero lo importante: mis disculpas a quien haya podido ofender. Por supuesto, no pretendo convencer a quienes me insultan en las redes sociales, pues ni siquiera los leo y, desde luego, no seré yo quien los entretenga.