Como tantas otras tradiciones la «jornada se reflexión» se sostiene en su propia inercia, de forma que puede justificarse simplemente en que «siempre ha existido», aunque no se sepa exactamente para qué. Si al menos se llamase «Jornada de lectura de los programas electorales», tendría al menos un sentido teórico, en vista de que se necesita un tiempo prudencial para leerlos todos y se dan a conocer a última hora, casi en el umbral del día de las votaciones.

Pero, como bien sabemos, ni los programas electorales se escriben para ser leídos ni la jornada de reflexión fue creada para reflexionar, como demuestra el hecho de que suele caer en sábado, el día más alegre de la semana, y solo un loco arruinaría las expectativas de un sábado poniéndose a pensar en los partidos. Y no porque la situación política del momento no merezca atención (todo lo contrario, con lo que se ventila mañana en las urnas) sino porque, aunque el origen del voto obedezca a múltiples factores, sabemos, al menos, que no hay que buscarlo en la jornada de reflexión.

Lo peor de esa dichosa jornada es que, más que a una improbable actividad reflexiva, obliga al cumplimiento de una serie de normas igualmente absurdas, totalmente opuestas al espíritu democrático y a la libertad de expresión: está prohibido hacer campaña o pedir directamente el voto, está prohibida la difusión de encuestas, y quien incumpla la ley del silencio se expone a severas multas.

Sin embargo, nadie podría justificar con argumentos medianamente sensatos por qué los amantes de la botánica no pueden hacer hoy proselitismo de sus gustos, ni por qué sus opositores se tienen que callar veinticuatro horas antes de ir a votar, ni por qué la publicación de encuestas finaliza a cinco días de las elecciones si nadie las toma en serio porque nunca aciertan. Ni por qué hay que mantener una rémora de la Transición, como si viviésemos permanentemente en transición, internet no existiera, el mundo no hubiese cambiado desde 1977 y debiésemos asumir ese conjunto de arbitrariedades trasnochadas como una costumbre inamovible que ofreciese más ventajas democráticas que liquidarla. 

A lo mejor, lo que sucede es que esa inverosímil reflexión normativa concentrada en un solo día es una metáfora de la irreflexión general en que vivimos de una elección a otra, una muestra de la lentitud con la que se cambia hasta lo más obsoleto y prescindible en el país europeo que menos ha cambiado su Constitución y en el que cualquier signo de progreso se considera alarmante y es motivo de controversia. A lo mejor lo que indica es una inquietante y acrisolada tendencia a aceptar incondicionalmente eufemismos, inmovilismos y ordenancismos, aunque floten en el vacío y carezcan de sentido, a asumir silencios impuestos y autoimpuestos como parte de la normalidad democrática. Costumbres que explicarían –y es solo un ejemplo entre muchos– por qué tras cuarenta años de dictadura hubo que esperar otros cuarenta años para sacar a Franco de la cripta embrujada, con las discusiones habituales, pues indudablemente era una verdad como un templo que «siempre» había estado allí.    

Parece que lo más razonable que puede hacerse en la jornada de reflexión es señalar los disparates y anacronismos de la propia jornada de reflexión. Pero lo mismo la ley del silencio, siempre diligente y vigilante, lo prohíbe.