En un cuento de Borges aparece el propio Borges conversando en el banco de un parque junto al río Charles, en Cambridge, con el joven que fue. El narrador, el viejo, dice al final de la charla: «Comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno era el remedo caricaturesco del otro».

Las últimas salidas de los octogenarios Felipe González y Alfonso Guerra a la palestra pública tienen algo de ese encuentro insólito con uno mismo que el autor argentino califica de «monstruoso», y con razón decía Scott Fitzgerald que somos muchos a lo largo de la vida. Lo que, a pesar de todo, conmueve hoy de esos dos ancianos es su resistencia a aceptar que ya no son los que fueron y la verdad más cruel y más obvia: que treinta o cuarenta años atrás sus opiniones políticas actuales habrían sido muy distintas, porque ellos eran otros, como las circunstancias lo eran, y como muy distintos fueron los jóvenes de Surenes de los menos jóvenes gobernantes que fueron años después, y como estos lo fueron de los ya encanecidos políticos que dejaron una brillante hoja de servicios tras ser desalojados del poder.

Pero si en otros ámbitos profesionales la cima de la edad permite, y quizás obliga, a una visión de conjunto de la vida que acepta las servidumbres del paso del tiempo, los cambios inevitables y los relevos generacionales, en el caso de políticos cuyo contacto con el poder absoluto se remonta a treinta y cuarenta años atrás, el proceso de adaptación ha sido y sigue siendo mucho más difícil. Porque siguen creyendo ilusoriamente que su visión del mundo en gran angular y desde arriba sigue gozando de la posición privilegiada de los viejos puestos de mando abandonados y que las experiencias y certidumbres de entonces son de aplicación intemporal. No es casual que esa intensa dependencia del pasado se dé en políticos que, como González y Guerra, protagonizaron la Transición en primera línea y no se dé en absoluto, por ejemplo, en Rodríguez Zapatero ni, por supuesto, en Pedro Sánchez ni, en realidad, en ningún dirigente actual del partido (salvo en García Page o Lambán, pequeñas anécdotas provincianas) ni tampoco entre su estupefacta militancia.

Si esa dramatización del pasado es comprensible en quienes gozaron del poder total en años decisivos, también hay que señalar inmediatamente que ni era inevitable ni tendría que haber alcanzado las cotas de ridículo escenificadas esta semana a cuenta de las opiniones de esos dos políticos históricos sobre la concesión de una eventual amnistía a los independentistas catalanes. Aparte de sus extraordinarias ventajas, una de las maldiciones del poder total es que, como decía lord Acton, corrompe totalmente, frase que hay que entender en relación con los vicios que inevitablemente acarrea su ejercicio a lo largo del tiempo y que no pueden ser, como decía el viejo Borges, sino caricaturescos o monstruosos. Por eso los chistes de Guerra, tan divertidos ayer, resultan grotescos y el González de hoy parece un impostor. Pero lo peor es que esos dos ancianos tan cargantes refuerzan la impresión, quizás injusta, entre los electores de más edad de que les habían sobrevalorado. Y en ese sentido no solo conspiran contra sí mismos y su legado político sino contra la memoria y los sueños de quienes les votaron y sin ninguna duda han envejecido mejor.