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Disminuidos

Una imagen del Congreso de los Diputados / Levante-EMV
OPINIÓN / J. Monrabal
Para alguien no muy al tanto de lo que ocurre en España, el proyectado cambio en la Constitución de la palabra «disminuido» por «discapacitado» podría hacerle pensar en un país de refinadas costumbres donde el respeto constituye una constante preocupación política y social. Sin embargo, basta poner la tele, ojear la prensa o escuchar la radio para advertir que lo que despunta a diario en la conversación pública española no es precisamente el respeto.
A primera vista podría parecer que la realidad de la sociedad y de la política son muy distintas, pero no es así. ¿Cómo explicar, si no, que los partidos que no respetan a sus oponentes políticos y les consideran «ilegítimos» reciban en las urnas o en las encuestas de intención de voto un amplio apoyo popular, o que los comentarios gratuitos, soeces, de una mezquindad espeluznante y generalmente falsos llenen sin descanso los platós de televisión, las tribunas de los periódicos y los púlpitos de las emisoras de radio, por no hablar de las cloacas de las redes sociales? ¿Cómo llamar a ese orgulloso desprecio por la tolerancia que, atrincherado sin interrupción en el insulto, el aspaviento y la berrea no precisa de más recursos para alcanzar, satisfecho, las más altas cotas de la miseria, antes de erigirse en modelo de conducta moral?
Que, hoy como ayer, ese sea el rasgo más característico de los partidos ultramontanos y de sus incondicionales no es casual, y no en vano quienes han estudiado los orígenes del pensamiento reaccionario español recuerdan que el término «tolerante», aplicado a «la Francia cismática» hace un par de siglos largos, era también un insulto. Lo anacrónico, lo extravagante, ridículo y siniestro es que todavía sigan en pie esas rancias embestidas como fórmulas de uso corriente en la España del siglo XXI: si el desaparecido Pablo Casado calificaba de «okupa» y «felón» al presidente del gobierno en el Congreso ante el unánime aplauso de los suyos, Feijóo, más frugal, se limita a lanzar la sospecha de que el presidente del gobierno de España está loco, mientras Abascal defendía en la investidura de Sánchez la idea de había que meterlo en prisión, antes de ir a dar respaldo espiritual (porque intelectual no podía ser) a las turbas incendiarias de Ferraz.
Para las derechas simbióticas y su fiel infantería mediática esa es la clase de respeto que merecen no ya un presidente del gobierno o los partidos que le apoyan sino los votantes de esos partidos: un régimen de descalificaciones destinado a desacreditar los fundamentos del sistema democrático, presentado desde hace más de un lustro como un guirigay insoportable en espera de políticos providenciales que pongan orden y, si procede, ilegalicen a formaciones descarriadas.
De modo que el desprevenido observador foráneo no debería llamarse a engaño al ver que una parte de la derecha se muestra sensible a las reclamaciones de determinados colectivos vulnerables cuando, al mismo tiempo, sigue tratando a más de la mitad de los ciudadanos como a disminuidos democráticos, condenándoles a sufrir los insultos de rigor dirigidos a quienes los representan en las instituciones.
Ya que, más allá de excepciones fugaces, no se advierte ningún cambio de fondo en materia de respeto en las ofensivas fuerzas patrióticas quizás «el gobierno de borrachos que se sostienen unos a otros» (como lo ha llamado un famoso locutor de radio, siguiendo la pedagogía ultra dominante) debería proponer otra reforma constitucional a fin de proveer a la oposición, como a sus cuadros de coros y danzas mediáticos, de un poco de educación parlamentaria elemental. Seamos realistas, pidamos lo imposible y, ya puestos, que Felipe González se mejore.
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