Color local

Ruidos de fondo

Un control de ruido en una motocicleta

Un control de ruido en una motocicleta / Levante-EMV

J. Monrabal

Aunque el gobierno local ha informado de que se tomarán medidas “taxativas” contra los “incívicos”, el procedimiento empleado es un clásico: anunciar algo que ya se anunció hace tiempo, que no se sabe cómo funcionó y que tampoco se sabe si esta vez funcionará, pero que podrá ser anunciado nuevamente en el futuro. En cualquier caso, el aviso lanzado bajo la marca “Pla Respecte” parece limitarse otra vez a conductas como dejar trastos en la vía pública, no echar la basura en los contenedores, hacer pintadas o deteriorar el mobiliario urbano. Pero no se han anunciado medidas de ningún tipo contra el factor “incívico” más común, el más detectable y perjudicial para la salud: el ruido. Es uno de los grandes problemas de las ciudades, como sabe todo el mundo menos, al parecer, el gobierno local. Que ni siquiera se mencione el ruido entre las medidas del gobierno contra “los incívicos” es elocuente, y casi estentóreo. Por misteriosas razones en Gandia el problema del ruido no se sitúa al mismo nivel de otros hechos que, siendo “incívicos”, son por lo general inaudibles, perpetrados al amparo del furtivo silencio que siempre acompaña al infractor.

El ruido, en cambio, surge infaliblemente de una voluntad manifiesta, indudable, enfáticamente expansiva, más chula que un ocho, hostil a cualquier llamada de atención, amago de control o razonamiento. En Gandia no existe pedagogía conocida contra el ruido, y menos aún acciones “taxativas”, a juzgar por lo que se sigue oyendo en las calles (sobre todo en los fines de semana) y nunca se oye en el gobierno, que en materia de contaminación acústica no se mete en política. Pues no solo el cretino que montado en una moto perfora nuestros tímpanos por gusto, o su compadre, que en un coche con las ventanillas bajadas nos castiga con un chunga-chunga retumbante porque le da la gana, sino un buen número de actividades creadas, patrocinadas o supervisadas por el consistorio rara vez evitan dejar su ruidosa huella en la ciudad. A la carrera o evento popular dominical, sin ir más lejos, suele precederles el bramido de unos bafles monumentales en lugares todavía desiertos, como un anticipo de la diversión, y el transeúnte que por señas advierte a los responsables de esa tormenta atronadora de que aún hay gente en la cama es desairado como un tiquismiquis ceniciento, un aguafiestas o un misántropo.

Si el ruido no forma parte del “Pla Respecte”, ese plan está incompleto (o sea, que no es el mejor), puesto que omite afrontar un problema bien real, tan obvio como funesto para la convivencia. Y si existe en el dichoso Plan será solo a título formal, teórico, puesto que la pedagogía del gobierno nunca le ha alcanzado. Especialmente en su expresión más inaguantable y “tradicional”, la de los petardos lanzados de buena mañana por pasacalles falleros que creen tener todo el año carta blanca para reventar la tranquilidad del vecindario al amparo de no se sabe qué derecho o usanza sacrosanta, como si los impuestos y aficiones de esas gentes valiesen más que los de quienes se ven obligados a soportarlas. De hecho, parecen valer más, como los de quienes rematan las bodas con la traca de rigor, caiga quien caiga, y hasta cierran calles antes de dejarlas hechas un asco, sin que pase absolutamente nada, o los del demencial forofo que no encuentra otra forma de celebrar el gol o la victoria de su equipo que prendiendo el explosivo siempre a mano, etcétera. Con respecto al uso de petardos no importa el día ni la hora hay tantos casos como espontáneos por civilizar, pero, pese a su tenaz dinamismo, todavía no parecen ser para el gobierno suficientemente “incívicos” y deben ser tolerados, según se ve y se oye, bien como elevados ejemplos de libertad ciudadana, bien como encomiables muestras de un sano espíritu popular. Rancho aparte merecen los tamborileros que, agrupados en manadas, campean por las calles cuando les apetece, ensayando sobre la paciencia del personal su actuación estelar en futuros días señalados, también al amparo de alguna “tradición”, que nunca descansa.

Lo malo de esos eternos ruidos de fondo es que afectan aún en mayor grado que a los vecinos a sus mascotas (sobre todo a los perros), muchas de las cuales entran en pánico ante el repentino estallido de esos signos tan arraigados de “la tradición” consumados infaliblemente con alegría y un desprecio infinito hacia el prójimo, aunque con la comprensión del ejecutivo local, tan “taxativo” en esto como Bambi.

De modo que el gobierno, como suele proceder con casi todo lo que huela a conflicto, se venda mal o no quepa en una foto, ha metido el ruido debajo de la alfombra, porque la soledad sonora de sus mártires encaja mal en la idea de “ciudad feliz” de los discursos oficiales. Pero en materia de contaminación acústica, el gobierno de Gandia suspende ante un oído normal y su “taxativa moderación”, como preguntaría mi acongojado perro, ¿para qué demonios sirve, si se puede saber? No se puede saber.

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