OPINIÓN

El Papa

El Papa Francisco, en el Vaticano

El Papa Francisco, en el Vaticano / Marco Iacobucci | Europa Press

J. Monrabal

Nada más previsible en estas fechas que los discursos institucionales “de Navidad”, entregados una y otra vez al mismo formato estético y retórico, e infinitamente menos seductores que la publicidad de turrones, perfumes y embutidos, que al menos buscan impresionarnos cada año desde ángulos renovados y forman parte del mercado real de las expectativas. En cambio, los discursos institucionales, o políticos, empezando por el del Rey, resultan tan atractivos como el anuncio de un Simca-1000.

Lo único que podría dar sentido a esa clase de murgas, lanzadas una y otra vez desde los solios del poder, sería que el rollito navideño del rey, que moldea y anticipa los de sus imitadores (los presidentes autonómicos, los de las Diputaciones provinciales y los alcaldes) cambiase drásticamente de registro y en vez de referirse a España, a los españoles o a otros temas improbables, como el futuro (un clásico de estas monsergas), intentase, al menos, apelar a la distracción y la novedad, como los fabricantes de embutidos o de turrón.

La Nochebuena en que el Rey haga o diga algo “real”, estimulante, sugestivo, a poder ser divertido, y rompa con fosilizados clichés protocolarios habrá dado el primer paso para sintonizar con la mayoría de la masa social porque, como ha demostrado el Valencia CF, ya se sabe adónde conduce el inmovilismo: a los infiernos dantescos de la Segunda División y, en el mejor de los casos, a exaltar la permanencia en la categoría, o la mediocridad, como un éxito. En el Valencia también se habla solemnemente del futuro, de unidad y de consenso, y también se felicita la Navidad a la masa social, pero, salvo un puñado de asiáticos, ¿quién confía en el Valencia?

Curiosamente, el único que ha roto moldes con una propuesta ecuménica valiente, refrescante y original ha sido el Papa Francisco, que en un artículo del New York Times, defendía hace una semana la importancia del humor para evitar caer en la “tentación” de la melancolía y en el “narcisismo”. Y como prueba de que se puede predicar y dar trigo, el Papa contaba un chiste sobre sí mismo que, si no era para echar cohetes, se oponía al menos a la melancólica tendencia general a repetirse como el ajo.

Se podrá estar o no de acuerdo con las ideas del Papa sobre el humor, pero nadie negará que el hecho de señalar su importancia para la convivencia es extraordinario, puesto que el humor es lo más contrario que pueda imaginarse al dogmatismo de las religiones, o a la grave afectación la que se envuelve el poder.

Que el Papa haya salido con una idea de corte ilustrado que defiende la tolerancia y el espíritu crítico, inseparables del sentido del humor, es como si el rey hubiese hablado en su discurso navideño de las virtudes republicanas. Un gesto de elegancia, fair play y realismo que no encaja en la calculada rigidez de una etiqueta y un lenguaje decadentes que vienen ya con las polillas puestas.

Ciertamente les vendría muy bien a las mustias homilías de la política española, del Jefe del Estado para abajo, un poco más de humor, como contraveneno de la melancolía, como vía de acceso a una realidad descargada de problemas innecesarios y, a menudo, estúpidos. O para escapar, simplemente, de la grandilocuencia, o del sinsentido, porque hasta Mazón nos endosará, si Dios no lo remedia, su pomposo discursito de navidad. Lo que demuestra que a la falta de humor le sigue la desaparición del sentido del ridículo (sin el cual no se puede hacer nada serio) y que el Papa, en fin, tiene, como tantas veces, más razón que un santo.  

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