Color local

Cuentos participativos

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. / Levante-EMV

J. Monrabal

Había que oír a Alicia Izquierdo y a Liduvina Gil en una radio local elogiando los llamados “presupuestos participativos” para entender por qué Charo Nicolau dice en un artículo publicado en este periódico que “los políticos de aquí tampoco nos lo están poniendo fácil”. Si frente al catastrofismo de la derecha local la izquierda oficial se empeña en defender gansadas como esa, no es que no nos lo estén poniendo fácil, es que ya ni están.

Los “presupuestos participativos” representan un 0,08% del total de los municipales y cada año ponen en marcha un complicado sistema de propuestas y votos populares que acaba en cosas como la mejora de un carril bici, de un parque, de algo, en fin, de menor cuantía que muy bien hubiera podido solventarse mediante el siempre fiel buzón de sugerencias. Pero como propaganda del vacío ese eterno parto de los montes sigue siendo muy útil.

Como la desmemoria de los partidos es insondable, habrá que recordar que fueron precisamente los nacionalistas quienes hace un par de mandatos propusieron un modelo participativo sobre el diseño de los presupuestos municipales (los de la ciudad, los gordos) que tardó poco en esfumarse, siguiendo la clásica ley según la cual todo partido que toca poder se vuelve conservador y poco conversador. Tal vez por eso, en el último programa electoral de Compromís ni siquiera se mencionaba la participación ciudadana. El concejal encargado de los “presupuestos participativos” del gobierno anterior se pasó cuatro años soltando la matraca del “empoderamiento de la gente”, pero al final el que se empoderó fue él, que acabó de diputado en Madrid, tras no ser elegido en Gandia y de acuerdo con la práctica, no menos conservadora, de la patada hacia arriba. No dejó ningún recuerdo en el área a su cargo, porque sus ocupaciones eran gaseosas, aunque las dos o tres frases hechas que repetía para dar el pego siguen siendo las mismas que se emplean todavía.

Los socialistas, en cambio nunca prometieron gran cosa participativa, y los armatostes que sacaron a la calle en tiempos de Pepa Frau llamados “opinómetros”, parecidos a básculas de farmacia, funcionaron así en su efímera vida pública: la gente opinó, pero su opinión no debía pesar mucho, porque nunca se informó de los resultados de aquella ocurrencia que ni tuvo continuidad ni sirvió para nada. En el futuro Museo de la Inoperancia Municipal, junto a la réplica en cera de algunos alcaldes quemando billetes en un horno, se mostrarán los opinómetros (si no se han vendido al peso a un chatarrero) para instruir a las generaciones futuras en los grandes esfuerzos que se han hecho para lograr que nada cambie dando una impresión de dinamismo.

Hoy los “presupuestos participativos” vienen a cumplir el papel de los viejos opinómetros mientras los presupuestos municipales, en los que ni pincha ni corta el pueblo llano, esperan la aprobación, o la opinión, de un Comité Económico y Social rescatado por el gobierno como instrumento consultivo que será muy respetable y útil en otros ámbitos, pero que está lejos de hacer progresar (porque no es esa su función) la olvidada y ambiciosa propuesta de Compromís.

Nos encontramos, de nuevo, ante un burocratismo ostentoso destinado a esquivar la verdadera cuestión de fondo: la pavorosa ausencia de proyectos participativos serios en la política local, la nula voluntad de “avanzar” (por usar la muletilla de rigor) en ese punto o de organizar algo parecido a un plan de largo alcance.

Por tanto, en la ciudad de los presupuestos participativos improductivos, de los presupuestos municipales legales y de las virtudes teologales, lo que sigue brillando es el gatopardismo de toda la vida: cambiar las cosas para que sigan como en la edad de piedra de los opinómetros, aquellos trastos del siglo XX, que al menos eran sólidos y se podían golpear en legítima defensa. Qué bellos tiempos.

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