Color local
Honor y ruina

. / Levante-EMV
J. Monrabal
Ningún ayuntamiento está preparado para empezar el día con la noticia del asesinato de un exalcalde. Pero que quienes tenían la responsabilidad de tomar decisiones conservasen criterios institucionales elementales podía haber ayudado a mantener un decoroso equilibrio entre el respeto a las víctimas de la violencia y la realidad objetiva. Bastaba con un poco discreción y prudencia porque, después de todo, el fallecido llevaba más una década alejado de la política activa. Pero no fue eso lo que ocurrió, y un gobierno siempre dispuesto a sobreactuar decidió convertir lo que debería haber sido un asunto privado en materia institucional. Nueve días después de los hechos, no son pocos quienes siguen sin dar crédito al tratamiento protocolario que recibió el difunto: tres días de luto oficial, la suspensión de la agenda del alcalde, banderas a media asta y un minuto de silencio de la corporación municipal a las puertas del ayuntamiento.
Nadie quiere que se muera nadie. Nadie merece morir así, de noche, en una cuneta y con un disparo en el pecho. La memoria de un ser humano no debería quedar reducida a una macabra noticia de sucesos. Pero a la pedagogía democrática flaco favor le ha hecho un gobierno cuyos excesos protocolarios parecían haber decretado, con el luto oficial, la amnesia general y la ley del silencio. Una medida tanto más grotesca cuanto pretendía imponerse bajo los subterfugios de un «respeto» que, simplemente, era imposible conciliar con el paso, poco ejemplar, del difunto por las instituciones.
Las instituciones pueden y deben honrar a las víctimas de la violencia (como, por otra parte, hacen a menudo) y, en ese sentido, el minuto de silencio guardado por la corporación en recuerdo de un vecino que además había sido alcalde de Gandia era un gesto preceptivo, normal. Lo prescindible, lo incomprensible, era todo lo demás, ese aparato de banderas arriadas, días de duelo y la paralización de la realidad que venían a señalar la falta de criterios en que se inspiraba.
De ese espectáculo solo puede deducirse una idea anacrónica de la figura de los alcaldes y alcaldesas, aún vigente en la política local, que les hace beneficiarios de dignidades especiales, incluso póstumas, no en razón de su ejecutoria pública sino solo por el hecho de haber ocupado el cargo. Pero desde ese espíritu de clase, que actúa arbitrariamente y liquida de un plumazo el concepto de responsabilidad política, no pueden defenderse las instituciones democráticas, depositarias de los valores en los que se sostiene el sistema.
Ningún partido local defendió esos valores, que parecían desconocer o no importarles. Ninguno estuvo a la altura de las circunstancias, y lo peor es que creían estar haciendo algo digno solo por haberse puesto de acuerdo en arruinar otra vez el prestigio de la institución que les paga cada mes sus sueldos. Y, en consecuencia, el difunto fue despedido como un prócer.
Nadie ha explicado, ni explicará, las razones por las que se decidió llevar adelante ese delirio, esa mezcla de honores finales y ruina institucional que consagraba el mundo al revés en solo unas horas con toda naturalidad, como si en esta ciudad todo diese igual, como si no hiciese falta ya creer en nada, y el simple hecho de pensar fuese inoportuno, escandaloso, contrario a las nuevas costumbres proclamadas de la noche a la mañana.
Pero no, no da igual todo. No da igual que esta clase política que padecemos haya tratado a los contribuyentes que pagan sus impuestos (a veces con grandes esfuerzos) como a ciudadanos de tercera, obligándoles a soportar tres días de luto oficial en honor del más insigne deudor del consistorio. No da igual defender la dignidad de las instituciones que pasársela por el forro porque aquí tenemos, a falta de principios, protocolos. No dan igual la verdad o la mentira, ni la estética y ni la ética, ni la irresponsabilidad da igual, ni la ejemplaridad tampoco, por mucho que se empeñe esta clase política tan pagada de sí misma, que debería pedirnos perdón por habernos faltado al respeto, si es que aún le queda algo y no se lo ha gastado todo en protocolos.
Porque no vivimos en los protocolos y, como decía Claudio Magris, «la responsabilidad sigue siendo la premisa de toda acción humana y, si desaparece, no queda nada». Es decir: se puede respetar a los muertos sin caer en el bochorno institucional, sin escenificar la nada. Se puede y se debe separar a la persona del cargo público sin afrentar a los ciudadanos que hoy señalan atónitos lo obvio y cuya muerte nadie recordará.
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