Color local
El oficio de mirar

. / Levante-EMV
J. Monrabal
La producción literaria de Rafa Gomar se distribuye (casi a partes iguales) entre tres géneros: la novela, el cuento y la escritura de dietarios. Ahora, el autor gandiense regresa por cuarta vez al territorio narrativo del “yo” con “Sempre hi ha qui mira”, un nuevo volumen de notas personales editado por “Afers” en el que se entrelazan, o se enmarañan, la literatura y la vida. Pues son los hechos aparentemente banales, o las reflexiones pilladas al vuelo (o que habrían volado si no hubiesen pasado rápidamente al papel o al ordenador), los que encuentran en Gomar a un memorialista de lo efímero, disperso y cotidiano, al escritor que no se conforma con la fachada de la realidad y emplea las palabras como un cuchillo para hurgar en sus grietas, abrir una brecha y mirar al otro lado.
No es casual que, en otro de sus dietarios, “Fràgil sol de tardor”, Gomar recogiese esta evocación de su infancia: “Ignore per què recorde ara que quan ma mare brodava flors, m'agradava molt més el verso que el dret. Aquest grapat de fils de colors embolicats de manera aparentment caòtica creaven una composició més emotiva que el dibuix perfecte de la cara dreta”. En esa mirada extrañada, insatisfecha y siempre atenta no tarda el lector en reconocerse y en sentirse un animoso compañero de viaje del autor. Un viaje en el que difícilmente caerá en la inconstancia o el tedio, porque las doscientas cincuenta entradas recogidas en “Sempre hi ha qui mira” abordan otros tantos temas originales que refrescan, página a página, el interés del lector más escéptico.

La cubierta del libro de Rafa Gomar / Levante-EMV
Traten de literatura, del arte de la fotografía, de un paseo por Gandia o el Cabanyal, o por la marjal, o de un viaje a la Marina, o hablen de la vejez, de la capacidad de sorpresa o del aroma evocador del pan tierno, arranquen del titular de un periódico, de sus experiencias como promotor de “Nit de contes al Palau”, del recuerdo de un sueño o del oficio de escribir, por citar solo unos pocos, los textos reunidos en “Sempre hi ha qui mira” se dan el relevo ágilmente unos a otros, en un estilo preciso y transparente, libre de adornos, que siempre va al grano. O, por decirlo con palabras del autor, desprovisto de “focs artificials, volades sobtades de coloms o globus de colors”. En esa tarea de desescombro, que ventila el libro de principio a fin, los adjetivos considerados no esenciales han sido barridos sin piedad, como las “palabras inútiles”, que diría Vargas Llosa. Puede comprobarlo cualquiera, leyendo páginas al azar: nunca sobra ni falta nada.
El terreno natural de Rafa Gomar es el del relato breve, el del cuento, y no es extraño que de su larga experiencia en ese género se beneficie un formato tan distinto como el de un dietario también organizado a partir de “las distancias cortas”, (o aún más cortas), en el que la tensión de la mirada y la eficaz economía de medios habitual en el autor le transmiten una energía que no le deja nunca a oscuras.
Por otra parte, nada, o muy poco, hay de “confesional” o “íntimo” en una obra que Gomar plantea más como una apertura de perspectivas, como un desvelamiento de ángulos muertos, que como un informe de confidencias o de revelaciones ocultas. Lo que le interesa a Gomar no es exhibir su “yo” sino someterlo a la alquimia que se produce a caballo entre la mesa de trabajo y el ruido de la calle, entre el interior-noche del folio en blanco y el exterior-día de sus impresiones de “vianant” por paisajes, escenarios urbanos o domésticos o por los laberintos de la memoria.
Pero ese objetivo, y la honestidad con la que Rafa Gomar se enfrenta a la escritura, no bastarían para sacar adelante un dietario si no se sostuviesen en una mirada cambiante, original, que siempre encuentra el lector una resonancia, una zona de interés compartido. Ese logro no puede atribuirse a la autoexigencia del autor, ni a una técnica determinada, ni a una inteligente selección y ordenación de los textos. Simplemente es consecuencia de su don para contar historias, de una desenvoltura narrativa con la que Gomar consigue que hasta las emociones que le provoca la visión nocturna de una calle mojada por la lluvia (con la que se cierra el dietario) nos sorprendan, algo que, de repente, nos concierne. Y lo raro es que ese efecto se mantenga siempre, sin que importe adónde dirige la mirada un narrador.
Sobre la literatura no hay leyes de hierro (y eso es lo bueno), pero algunos nos sentimos más próximos de estos autores que nadan a contracorriente que de los que se acomodan frente a la chimenea, mientras afuera llueve. De todo habrá, supongo, en la viña literaria, como múltiples deben de ser las formas de disfrutar de la lectura y, además, ¿qué sabré yo? Pero a quienes sientan que la literatura, y en especial la valenciana, puede ser todavía un arma cargada de futuro y una aventura, algo vivo, precioso e irremplazable, me atrevo a decirles que este libro es de los suyos, de los nuestros. Un tónico para conservar la capacidad crítica y de asombro, un antídoto contra la ceguera general y, en ese sentido, una obra de lectura imperiosa en estos tiempos imperiales. Por 16 euros me parece difícil mirar para otro lado.
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