Color local

Tres palmeras

La fiesta que Potries dedicó a las tres palmeras de la plaza del País Valencià

La fiesta que Potries dedicó a las tres palmeras de la plaza del País Valencià / Alberto Garcia

J. Monrabal

Gandia

El domingo pasado Potries despidió poéticamente a tres palmeras Washingtonia, situadas desde hace treinta años en la Plaça del País Valencià. Hubo fiesta popular, bailes y música en su honor e incluso los vecinos les cantaron antes de que fueran taladas. Que se sepa, algo así no había sucedido en ninguna parte hasta ahora.

Esa clase de palmeras, con su largo tronco delgado y rematadas por un abundante penacho son probablemente de las más atractivas. No solo se mueven al ritmo de los vientos y señalan el camino hacia las nubes, sino que forman parte de un ilimitado paisaje más celeste que terrestre y parecen encerrar una aérea promesa de aventuras, islas y travesías que todavía existen en la cartografía de los sueños, en esa clase de emociones que nos aproximan de golpe a los climas de Baudelaire, de Stevenson, de Gauguin, que también pintó palmeras como las de Potries.

«Yo he conocido bajo un dosel de árboles púrpura/ y palmeras de las que llueve sobre los ojos la pereza/ a una dama criolla de encantos ignorados», escribió el poeta francés en sus benéficas ‘Flores del Mal’, y me parece que, en cuanto a Stevenson, sus sangrientos y simpáticos piratas en busca de tesoros enterrados se entienden mejor sobre un apacible fondo de palmeras (aunque el autor escocés no las mencione) mientras suenan, como estimulante contrapunto, los disparos de mosquetes y pistolas de doble cañón, porque los tesoros son siempre problemáticos.

Como objetos poéticos ideales que permiten embarcarse repentinamente en La Hispaniola o viajar hasta la Martinica o a la isla de Robinson, pero volver a casa a la hora de comer, las palmeras deberían formar parte de las políticas de movilidad, sobre todo las de movilidad mental, que tanto se echan de menos en la administración local. «Alto soy de mirar a las palmeras», cantó Miguel Hernández, porque la palmera es como el palo mayor de nuestras utopías urbanas, una tentadora y permanente invitación al viaje y uno de los pocos respiraderos de la realidad que van quedando.

Sabemos que la isla de Robinson (y quizás la del Tesoro) están acribilladas de hoteles y resorts y que del paraíso que buscaba Gauguin solo quedan cenizas y fotos típicas. Pero quienes fueron educados sentimentalmente en esos y otros destinos legendarios saben también que no han sido reemplazados por nada mejor y que sin los impulsos de la imaginación estamos más perdidos que Mazón en el Ventorro.

Por eso, la organización de una fiesta popular en homenaje a unas palmeras (cuyo crecimiento ponía en riesgo a los transeúntes) supone un acontecimiento cultural tan original como memorable. En una sociedad cuadriculada, teledirigida y cuya fantasía rara vez remonta el vuelo gallináceo resulta estimulante que un pueblo de poco más de mil habitantes haya honrado con una fiesta a esas tres airosas representantes de la vegetación tropical que tan buenos servicios prestaron a la población durante décadas.

Probablemente esa fina sensibilidad para detectar y celebrar lo que realmente importa de la vida y del paso del tiempo (la intrahistoria de una comunidad humana) solo puede encontrarse ya en algunos pueblos pequeños especialmente lúcidos, con agilidad para remar a contracorriente en un mundo estandarizado en el que la singularidad y la creatividad escasean y empieza a arrojar un alarmante déficit de horizontes seductores.

Nuevamente, ha demostrado Potries las refrescantes posibilidades de la imaginación cuando un ayuntamiento no pierde el contacto con la realidad y su idea de la cultura no se limita a exaltar y seguir las inercias de lo viejo o, como diría Baudelaire, «el desierto del tedio». Ojalá que la idea feliz de despedir tan amablemente a tres palmeras no desate una imprevista oleada de turistas.

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