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El papa Francisco y la estela diabólica

El féretro del papa Francisco, en el altar de San Pedro del Vaticano

El féretro del papa Francisco, en el altar de San Pedro del Vaticano / Efe

J. Monrabal

Gandia

Ha sido morirse el Papa y descubrir que hasta el más tonto quiere hacerse la foto a la sombra de su cadáver y soltar unas palabritas, empezando por Javier Milei, que tras haberle llamado “representante del maligno en la casa de Dios” sale ahora diciendo que siente un “profundo dolor” por su desaparición. Todo el mundo intenta sacar tajada del insigne tránsito, frecuentemente profanando el octavo mandamiento o arruinando el sentido del ridículo, lo que resulta de una comicidad que sin duda Bergoglio (partidario del humor) no habría pasado por alto. Garamendi, el presidente de la CEOE, exaltaba esta semana la figura de Francisco como paladín “de los más desfavorecidos” mientras Yolanda Díaz confesaba, como si hubiese salido de unos Ejercicios Espirituales, que el ejemplo del Santo Padre le había ayudado a tomar decisiones trascendentales en su vida. ¿No es desternillante?

Así anda el mundo. La emoción es general, aunque la novedad es que parece surgir no tanto de la trascendencia de los grandes funerales de Estado que han sacudido la historia como de la impresión estética (y más bien estática) que recogen impecablemente los célebres versos de Mariano Povedano: “Se diga lo que se diga/ qué bonito es un entierro/ con sus caballitos blancos/ y sus caballitos negros/ con su cajita de pino/ y su muertecito dentro/, con su cochero borracho/ y “to” el acompañamiento”. Por lo visto, no podemos aspirar a más en esta época precaótica. Y si lo del cochero borracho parece excesivo en este caso, hay que tener en cuenta que el acompañamiento es aún peor, puesto que está encabezado por el demente Donald Trump, el cochero del planeta, que ha anunciado que asistirá al sepelio.

El signo de los tiempos se ha vuelto tan borroso que hasta el fallecimiento de un Papa de 88 años parece una tregua del delirio general y la Iglesia un foco de pensamiento si no moderno o positivo al menos consolador. Después de todo, ¿no ha perdurado dos mil años contra viento y marea? Ni el sueño ilustrado ni las exhaustas utopías pueden competir hoy con el multitudinario funeral de un pontífice elevado nada menos que a símbolo de la “justicia social”, y no está de más recordar que al entierro de Carlos Marx solo asistieron once personas y que su reputación actual, de creer a Escohotado, oscilaría entre la de un sablista profesional y la de un parásito social.

Ahora que vamos descubriendo que la religión no era el opio del pueblo sino su cocaína, no es tan extraño que todo quisque quiera arrimar el ascua papal a su sardina (como también podría haber escrito el gran Povedano).

A juzgar por lo que trae la prensa, un Papa que no quiso visitar España por sus notorias desavenencias con la cúpula del catolicismo oficial, habría mantenido, sin embargo, los más variados vínculos territoriales, ideológicos y personales a lo largo y ancho del país, por no hablar del placer que en vida le proporcionaron sus productos gastronómicos. Y si Oriol Junqueras le reivindica como un agente más o menos encriptado del independentismo catalán y quizás de la escalivada, Córdoba recuerda la relación del Papa con el aceite de la provincia (¡qué menos!) y Valencia pone el acento en su relación con las fallas, también Gandia (como decenas de ciudades y todas las autonomías) aparece en esa lista de conexiones papales metidas con calzador. Todo el mundo parece haber comido sopas con Francisco y, al parecer, necesita contarlo. Hasta Mazón ha destacado su “humanidad”, facultad en la que el tipo del Ventorro debe de considerarse un experto, después de haber derrochado tanta desde el 29 de octubre.

Lo sorprendente es que frente a esa histérica tendencia transversal a canibalizar la figura del difunto Papa no se haya levantado alguna voz más o menos cívica y profiláctica, deudora de una templanza evangélica y democrática, que dé a Dios lo que es de Dios y al César lo suyo, como predicaba Jesús. En honor de esa tradición aún más longeva que la católica, que equilibra nítidamente puntos de vista necesariamente opuestos, recordar la separación de poderes entre Iglesia y Estado empieza a ser, más que nunca, un gesto civilizatorio justo y necesario ante tanto crespón negro, tanto pensamiento mágico y tanto bocazas peligrosamente suelto. Porque la muerte de un hombre bueno, ha dejado una estela de estupidez que ya comienza a resultar… diabólica. 

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