Enrique Amat, Valencia

La terna de actuantes anduvo muy por encima de un áspero, manso, descastado y complicado encierro de Apolinar Soriano. La lengua azul impidió que se lidiase la anunciada novillada de Manolo González, pero no se sabe qué ínclito consejero áulico pudo sugerir a la Comisión Taurina el hierro que al final se eligió.

Un lote de astados serios y muy cuajados, algunos con trapío de toros, cuyo juego resultó deslucido y hasta desagradable. No paró de cazar moscas, cortar los viajes y prodigar tornillazos el zambombo que abrió plaza. Manso, distraído, desparramando la vista y cobarde el segundo, que siempre quiso coger. Se dejó aunque algo remiso el de rejones, y no paró de medir a su matador el regañón cuarto, que se quedó muy corto y pegó tornillazos a diestro y siniestro. Y el quinto, un galápago con dos pitones de quitar el hipo, blandeó y se defendió más de la cuenta.

A pesar de este regalo, los toreros mostraron una envidiable y más que plausible disposición, muy por encima de lo que merecían sus antagonistas. Y así, el gaditano Pérez Mota causó una gran impresión. Decidido y dispuesto, firme y asentado, dio la cara ante el primero y se la jugó sin cuento y sin aspavientos ante el cuarto, en un trabajo profesional y de torero macho.

El mejicano Adame anduvo variado con el capote, muy vistoso en banderillas y lúcido y sabiendo buscar las vueltas a su lote con desparpajo y valor.

Y gustó la torería, la ortodoxia y la templanza del rejoneador Mariano Rojo.