Finalmente, ya ha pasado la vocinglera obertura del Palau de les Arts. Ya señalaba en su día Ramón Lapiedra, en un magnífico estudio sobre la política cultural valenciana, que el PP había sido capaz de reformular y degradar un equipamiento cultural potencialmente importantísimo como la Ciudad de las Ciencias, hasta convertirlo en una especie de parque temático sin programa científico serio y gestionado de espaldas a los científicos valencianos. Pero las dudas del antiguo rector de la Universitat de València iban más allá, sobre todo a la hora de valorar la idoneidad de añadirle un componente artístico, el señalado Palau de la Ópera, también llamado Mazinguer, ya que éste no responde a ningún estudio de las necesidades sociales y culturales.

A ello añadiría que a un arquitecto, Santiago Calatrava, se le ha dado licencia para matar cualquier lógica, ya que, por lo visto, a este reconocido proyectista lo único que le ha interesado es el contenedor (majestuoso, es evidente) y ha dejado en manos de los hacedores de este invento una envenenada herencia. Es decir, que se apañen ellos con el contenido, que inventen ellos.

Y hete aquí que ahora hay que pensar en qué hacer con toda esta construcción faraónica y con unos costes astronómicos, antes y después de su obertura.

Hasta el momento, sólo se han dado explicaciones muy ambiguas sobre su programación. Tan sólo sabemos que uno de los cuatro teatros construidos estará destinado a la ópera y la danza, y otros tres, para distintas manifestaciones escénicas incluida la danza contemporánea y el teatro (¿Por qué se hace allí la sede del Teatre Nacional?), lo cual es sospechoso, o un claro indicio de irresponsabilidad porque todo lujo cultural debiera de nacer por necesidad y no por puro esnobismo político. En eso estamos, en un Palau sin alma, sin proyecto.

Una vez llegados a un callejón sin salida, sólo queda ser pragmáticos -todo lo contrario a la actitud del PP con respecto al Teatro Romano de Sagunt, que aún está sin acabar e infrautilizado- y pedir a partir de ahora un mayor raciocinio, no sólo económico.

Debemos exigir que se elabore un proyecto equilibrado, y que Verdi y Zubin Mehta me perdonen, pero, por mucho que pueda admitir que Valencia precisaba un teatro de ópera, no debiéramos consentir el puro deslumbre. Es preciso demandar que dicho mamotreto acapare todos los presupuestos y devore, como así parece, el arte de la ciudad.

Nadie niega que Valencia entre en el circuito europeo, o mundial, pero no a golpe de talón como se ha hecho hasta ahora, y sí con el trabajo bien hecho en el día a día (en toda la ciudad).

Causa consternación a este respecto las propias declaraciones de Calatrava recogidas en estas mismas páginas. Según esta estrella de la arquitectura, el edificio se «ha hecho a escala de las ambiciones culturales valencianas (É) de nuestra conciencia musical y artística orientada al futuro, al siglo XXI».

Unamuno respondería: «nos acongoja y hasta aterra más la perversión intelectual que no la moral».

En realidad comprenderíamos más la construcción del edificio si se le hubiera sacado antes mayor partido a los ya existentes. Por ejemplo, el teatro Principal lleva mucho tiempo con una programación muy provinciana y el Palau de la Música ha vivido últimamente ahogado con los presupuestos, tanto que hasta ha tenido que finiquitar uno de sus más elogiables propuestas, el taller de ópera.

Con estos precedentes, se hace difícil comprender un cambio de actitud. En todo caso, por lo señalado en cuanto a pragmatismo, si podemos visionar en el Palau de les Arts algún gran espectáculo estimable, qué duda cabe, habrá que aprovecharlo, que disfrutarlo.

Pero ello no es óbice para olvidar que existe una lucha, o debiera existir, entre concebir la política cultural como una esfera transformadora (la que defiendo) frente a considerarla una esfera funcionalista o virus exhibicionista (la que domina).