H

ay dos momentos en los que todo el circo sale a la calle: cuando llega a una ciudad para anunciarse y cuando muere uno de sus miembros para despedirle. A Ángel Cristo primero se le murió la profesión y luego la vida por falta de público. Ya no son tiempos de boxeadores sonados y de domadores de bigote en punta. Ellos, los del circo de toda la vida, son el capítulo final de "El viaje a ninguna parte" de Fernán Gómez. El circo se lee cada mañana en el periódico, los payasos salen en la tele, Belén Esteban aúlla como Charlie Rivel y algunas televisiones de plasma vienen con la opción a olor de pis de tigre.

Ángel Cristo no era precisamente una persona entrañable, si no más bien un iracundo bebedor de pacharán, pero guardaba la idea de reconstruir su viejo imperio igual que Constantino y balbuceaba ante las cámaras su pasado glorioso sin darse cuenta de que sus leones son los más viejos del geriátrico. Confiaba en quitarle veinte años de encima a las fieras, darle un planchado a la capa y salir de nuevo a la pista redonda donde se habla con chulería de gañán. Igual que cuando era el marido de la gacela más bella, la hermosa Bárbara Rey.

Deja viuda, dos hijos y una colección de trajes horteras que huelen a tigre. Y quizá alguna deuda por pagar porque cuando uno está por meter la cabeza dentro de la fiera no está para acordarse de las deudas, ni de los deudos. Le han presentado a la muerte y él ha pedido una silla, se ha quitado el cinturón y la tiene acorralada. Tiene toda una eternidad para domarla. El hombre bala, un tipo agradecido, se ha vestido de manera parsimoniosa para meterse dentro del cañón. Cuando acabe el redoble volará por encima de la red por última vez en su honor. Es el adiós del circo a una vida improrrogable como decía la publicidad.