Hace algún tiempo, un amigo, después de ver una representación de La dama duende de Calderón, en el Teatro Principal, me dijo que ese tipo de historias ya habían pasado sobradamente la fecha de caducidad, que no casaban, para nada, con el posible espectador joven. Recuerdo que intenté defender, casi de forma instintiva, el significado de los clásicos. Pero, aún así, algo de aquellas palabras hizo mella en mí, y sigue ese pensamiento cada vez que asisto a una representación de un clásico.

En alguna experiencia, sobre todo por la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, he podido salir airoso de mi posición, pero, vaya, ha tenido que ser un taller de fin de carrera de la Escuela Superior de Arte Dramático la que me ha dado nueva luz a lo que en ese momento defendí sin demasiada creencia. La forma de hacer, de adaptar es fundamental. En este caso, no sé si por la obra en sí (no todo clásico es salvable, es evidente), o por la puesta en escena, me pareció una obra tremendamente indicada para el público joven (de todas las edades, se entiende). Más bien, ambas cosas se unieron.

En primer lugar, las relaciones de pareja, ese temor al "qué dirán", los chismorreos sin sentidos, las mentiras, las traiciones, los fingimientos, la publicidad de los engaños, todo parece reflejo de la vida y preocupaciones actuales. Por otro lado, la puesta en escena de Cruz Hernández y Alejandro Jornet abre continuamente el apetito de los tejemanejes de la obra. Cada escena con su detalle teatral, con su sentido y chispa. Lo mismo que los personajes, y el coro y los textos añadidos hacen muchos más que resolver los problemas de reparto. Los actores están lógicamente juveniles, dentro de este estilo: juveniles y excitados. Desparpajo y vitalismo. Podemos dejar para otro momento la discusión sobre el modo de decir el verso, o el pulido de alguna escena. Pues, lo dejamos. Porque ahora hay que hablar de disfrute teatral, de un joven Calderón.